A la pregunta ¿dónde están (escondidos) los (intelectuales) cristianos?

 

Foto: cope.es


Hace unos días, el filósofo Miguel Ángel Quintana Paz publicaba en The Objective un artículo titulado “¿Dónde están (escondidos) los intelectuales cristianos?” escrito a propósito del artículo de otro filósofo, Diego S. Garrocho, publicado en el diario El mundo, en el que se preguntaba “¿Dónde están los cristianos?”.

Uno y otro han levantado cierta polémica. Como dice Quintana Paz, precisamente han sido “los propios cristianos” quienes se han sentido “ofendiditos”. Y a uno y a otro ha querido responder un tercer artículo de Estrella Fernández-Martos, “¿Dónde están los intelectuales cristianos? Una reflexión desde el pozo de Samaria”, afirmando que “No hay, efectivamente, voces cristianas en los debates públicos. Fueron anuladas hace mucho tiempo por los mismos que dijeron defenderlas”.

He podido leer con tranquilidad los artículos de Quintana Paz y de Estrella Fernández-Martos. No así el de Diego S. Garrocho porque está sujeto a suscripción. A partir de aquí, me gustaría hacer algunas reflexiones, dejando claro desde el primer momento que no pretendo crear polémicas, ni discutir, sino entrar en diálogo sobre las preguntas que se hacen estos autores y que me han hecho pensar.

En primer lugar, las cuestiones que estos autores plantean merecen una reflexión profunda y un profundo examen de conciencia. Detrás de lo que ellos afirman hay una pregunta que desde hace tiempo me cuestiona. Se supone que España es un país de tradición católica. Hay parroquias que realizan labor de catequesis y evangelización en general. Hay una gran cantidad de colegios religiosos y unas cuantas universidades con ideario cristiano/católico (16 nos recuerda Quintana Paz) donde se forman generaciones de jóvenes. Se han organizado dos jornadas mundiales de la juventud y los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI han visitado España movilizando el entusiasmo de muchísimos católicos. Entonces, ¿por qué la secularización es tan profunda y avanza con tanta rapidez?

Se han hecho análisis, estudios y estadísticas, y posiblemente se harán muchos más. Cada uno de ellos dan respuestas distintas y proponen soluciones varias. Sin embargo, parece que no llegamos a nada concreto. En cambio, me atrevería a decir que sí hay un cierto miedo a identificarse como católico (o cristiano si se quiere), a hacer profesión pública de fe. Se ha metido con fuerza en los creyentes el complejo de ser católico. Se piensa que es mejor pasar desapercibido, disimular, o mirar hacia otro lado para evitar problemas. 

Es cierto que desde hace mucho tiempo hay un debate sobre el modo de presencia católica en el ámbito público. Unos consideran que es mejor ser como la levadura, no se ve, pero está y hace fermentar la masa. Otros piensan que hay que ser como la luz en el candil. Se ve porque ilumina. En el primer caso, el punto de partida es que el católico es uno más entre otros, en la masa común. No necesita hacer confesión pública de fe para que su labor, callada, discreta, se haga sentir. En el segundo, se parte del hecho de que sólo mediante una presencia pública, clara, notoria, se puede evangelizar.

No seré yo quien diga que es mejor una forma que otra. Sin embargo, si considero que una no es contraria a la otra. Y quizás llega el momento de no tener miedo a dar testimonio, porque tanto de una forma como de otra se puede ser testigo. Porque al fin y al cabo se trata precisamente de esto. 

Hay muchos cristianos y no sólo generales, aunque a veces dé la impresión de que “hay más jefes que indios”, según expresión coloquial. Y estos católicos de a pie son esos santos de clase media, santos de la puerta de al lado, que unas veces como luz en las tinieblas, otras como levadura en la masa son grandes testigos que con “aires menos académicos… trabajan con honestidad desde la Tradición en el mundo de hoy”, como muy bien dice Estrella Fernández-Martos.

Hace años el pensador François Mauriac publicaba un excelente libro titulado Lo que yo creo. Aquí se lamentaba de la situación del Occidente cristiano y lo comparaba con lo sucedido siglos atrás, cuando los llamados pueblos bárbaros llegaron a Roma en tiempos de San Agustín. Entonces, decía el escritor francés, aquellos pueblos podían ser evangelizados, eran “una inmensa cosecha viva y destinada a la Iglesia”. Sin embargo, en su época y en la nuestra, “nuestros bárbaros no son bárbaros… Han conocido a Cristo y le han rechazado, y han decretado la muerte de Dios”.

François Mauriac entonces se preguntaba, “¿De quien es la culpa? ¿Podemos dudarlo? El Occidente cristiano ha faltado a su vocación, he aquí la verdad. Desgracia para él porque no ha evangelizado sino a medias. Dios ha tenido necesidad de los hombres, y los hombres se ha servido de Dios, esto lo dice todo”.

Ante las preguntas que nos hacían Diego S. Garrocho, Quintana Paz y la respuesta de Estrella Fernández-Martos, podemos tirarnos los trastos a la cabeza buscando culpables de la ausencia de católicos en el debate público, o incluso podemos debatir si la pregunta responde o no a la realidad. O podemos esconder la cabeza como el avestruz escudándonos en un falso providencialismo, total ya sabemos que “Cristo va a reinar”, para qué molestarnos en dar la batalla (puede pensar más de uno). O bien, podemos hacer nuestra la llamada de Benedicto XVI en Porta fidei: “con su misma existencia en el mundo, los cristianos están llamados efectivamente a hacer resplandecer la Palabra de verdad que el Señor nos dejó”.

Benedicto XVI convocó un año dedicado a la fe precisamente porque era evidente el debilitamiento que estaba sufriendo entre los creyentes. Los últimos papas, Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco están llamando a la (nueva) evangelización. Ahora bien, ninguno de ellos nos ha dicho cómo se debe hacer.

No sé si los medios de comunicación pertenecientes a la CEE deben dedicarse a una programación sólo y exclusivamente religiosa o más bien generalista. Tampoco sé si los políticos católicos deben tener una seña de identidad propia o no. O si los intelectuales católicos tienen que identificarse como tales. Sobre esta cuestión llevamos discutiendo en España desde la segunda mitad del siglo XIX. ¡Ya ha llovido!

Creo, sin embargo, que no todo es blanco o negro. Habrá modos de actuar o formas de hacer presente la fe en el ámbito público que exijan una identificación clara y neta como católico. Los políticos que profesen esta religión deberían ser coherentes con la fe y la moral que dicen confesar, incluso si va en contra de la disciplina de partido. Los colegios y universidades, y los profesores de estos centros, tendrán que mantener su ideario contra viento y marea para poder educar según los principios católicos que sustentan, etc., etc. 

Habrá un apostolado oficial, dirigido, organizado… por la Jerarquía, pero también hay un apostolado personal, para el que no necesitamos pedir permiso a nadie. Cualquier bautizado, por el hecho de ser cristiano/católico no sólo puede, sino que debe aportar su granito de arena.

Termino. Me he alargado demasiado y no sé si los lectores habrán sido capaces de llegar hasta aquí. Espero que me disculpen. El tema da mucho de si. Pensé en esta entrada de forma muy distinta a como la he escrito. Suele ocurrir. Al final me quedo y espero que el lector también se quede con estas palabras de Benedicto XVI en Sacramentum caritatis 85, que expresan muy bien lo que he querido decir.

Nos convertimos en testigos cuando, por nuestras acciones, palabras y modo de ser, aparece Otro y se comunica. Se puede decir que el testimonio es el medio con el que la verdad del amor de Dios llega al hombre en la historia, invitándolo a acoger libremente esta novedad radical. En el testimonio Dios, por así decir, se expone al riesgo de la libertad del hombre. Jesús mismo es el testigo fiel y veraz (cf. Ap 1,5; 3,14); vino para dar testimonio de la verdad (cf. Jn 18,37)”. 

 

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