Asombro y desencanto

 


        Mucho y muy bien se ha escrito sobre el libro de Jorge Bustos Asombro y desencanto, por eso aquí no voy a añadir nada nuevo. Tampoco soy persona que vaya a influir decisivamente en la opinión del lector. Sólo pretendo que este pobre comentario sirva como pequeño agradecimiento a quien me ha hecho disfrutar de un fabuloso viaje que, como dice Andrés Trapiello en el prólogo, se ha terminado demasiado rápido. 

Escribir sobre un viaje, dos en este caso, no es hacer una simple redacción de colegio en el que uno cuenta sus vacaciones o una excursión. Tampoco lo considero una mera crónica periodística, aunque en la librería donde compre este libro estaba perdido en la sección de periodismo y no en las novedades de novela narrativa, porque, aunque no sea una ficción, sí narra un viaje y para hacerlo de forma magistral, como es este caso, son necesarias unas cuantas cualidades.

La primera de ellas es saber mirar. Pensamos que todos somos expertos en ello, en cambio no es así. Sabemos ver, pero no siempre miramos, porque mirar conlleva la capacidad de contemplar, es decir, salir de uno mismo, transcender la realidad para descubrir en ella algo más de lo que a simple vista muestra. Y quien sabe contemplar no ha perdido la capacidad de admiración, esto es, descubrir en lo cotidiano, en las cosas que siempre han estado ahí, algo extraordinario, maravilloso en su sencillez. Y esta es la segunda de las cualidades.

La contemplación y la capacidad de admirar lleva al asombro. “El sentido de la realidad -escribe Bustos- no se hereda: se conquista. Y a un alto precio. Bien lo supo Alonso Quijano… Viajó asombrado por un mundo que le arrebataba de indignación y alguna vez de complacencia. Ese asombro equivale a la curiosidad de los niños, que conquistan el mundo cada día, porque el asombro es la primera condición del conocimiento”.

Y es necesario haber leído mucho para no describir lo que se contempla, admira y asombra con tópicos. Quien sabe narrar es capaz de llevar al lector a realizar ese mismo viaje. Provoca en la imaginación de quien lo lee la misma experiencia vivida por el narrador. Así, a través de estas páginas, podemos sentir el tórrido sol del mediodía en La Mancha; saborear la gelatinosa carne de las ostras; inhalar el magnífico “bouquet”, por emplear la expresión francesa, del vino de Burdeos y descubrir que los caldos españoles no tienen nada que envidiar a los franceses; degustar el potaje dulzón de la sidra normanda; y ascender por el monte que conduce a la abadía de Saint Michael donde “Don Quijote se habría sentido como en casa”.

Según avanzaba en este viaje me acordaba de Unamuno y Ganivet que, en aquella crisis de fin de siglo que culminó con el desastre del 98 y nos marcó con un pesimismo patrio que todavía perdura, reclamaron los más propio de España. El primero recordando que “Castilla ocupaba el centro, y el espíritu castellano era el más centralizador” y el segundo denunciando que nuestros males patrios llegaron cuando Carlos I hizo de España una nación continental. Y tampoco podía dejar de acordarme de Joaquín Costa que quiso echar dos llaves sobre el sepulcro del Cid, y de Ortega y Gasset para quien el problema era España y Europa la solución.

Jorge Bustos, en este viaje, ha reconciliado el casticismo de unos con el europeísmo de los otros. Nos ha enseñado que “La Mancha es el núcleo espiritual de España” y que “madurar es ir despojándose de nacionalismo”. Hacer este viaje es salir de uno mismo, abrir los ojos y la mente al mundo que nos rodea, y regresar siendo otros porque la propia vida se ha enriquecido.

“… si un viaje no te va a cambiar, para qué empezarlo. Es como los libros: si un libro no te conmueve, para qué acabarlo”.

 

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