¡Qué paciencia!


No es paciente quien huye del mal, sino el que no se deja arrastrar por su presencia a un desordenado estado de tristeza (Santo Tomás de Aquino)
En otro post hablé de la historia de Tim Guénard. Abandonado por su madre a los tres años, lo dejó sólo, atado a un poste de la luz. Lo encontró la policía de madrugada y lo llevaron a casa de su padre. Éste, alcohólico, por rencor y odio a la madre de Tim, le pegaba constantes palizas hasta dejarlo sin sentido.
Entre los diez y los diez y ocho se dedicó a la prostitución, como proxeneta y gigoló. Una juez le dio una nueva oportunidad y lo colocó como aprendiz de escultor; formó una banda que se dedicaba a pelearse en las fiestas de los pueblos... Conoció la comunidad de El Arca y comenzó su proceso de conversión.

Cuando Tim Guénard cuenta su historia termina con una parábola: la oración del estiércol.
Para hacer crecer hermosas flores en un jardín hace falta estiércol. Es nuestro pasado. Dios se vale de él para hacernos crecer.
Cuando el cagajón sale del culo del caballo está demasiado caliente, es demasiado ácido y demasiado pesado. Apesta, da asco. Si lo extiendes inmediatamente sobre las flores y sobre las semillas, las quema y las aplasta.
Es preciso dejar reposar el estiércol, esperar a que seque, a que se descomponga lentamente. Con el tiempo se convierte en algo maleable, inodoro, ligero y fértil. Entonces da las flores más bellas y los brotes más hermosos. Dios se vale de nuestro pasado como su fuera estiércol para nuestras vidas. Para hacernos crecer.
Si dejas la cabeza en el pasado, un pasado aún demasiado caliente, te asfixia. Hay que dejarlo reposar. Poco a poco, se descompone en nosotros lo que está mal por la acción del tiempo y de la gracia. Hemos de amar lo que nos daba vergüenza y nos parecía innoble. Este estiércol se convertirá en fuente de fecundidad. Nuestro pasado, nuestro sufrimiento, nuestros infiernos, nuestros gritos, son el aspecto que adquiere el canto en la lengua de los pobres. No se puede ser hoy sin haber sido ayer[1].
Cuando se habla de cambiar, de conversión, parece que tenemos prisa. Vivimos en un mundo agitado y tenemos prisa. Prisa por llegar; prisa por ir; prisa por entrar y por salir; prisa para rezar y prisa para cambiar. La paciencia no es que sea una de nuestras mayores virtudes, sobre todo en lo que se refiere a nuestros pecados y a los del prójimo. Sin embargo, Dios espera. Es paciente. Nos conoce perfectamente y sabe que tenemos nuestro tiempo, nuestro paso. Y espera. Trabaja en nosotros mediante su gracia, pacientemente, para que demos fruto.
La Cuaresma es el tiempo de la paciencia de Dios. Él no tiene prisa. Quiere la conversión del pecador. Desea que cambiemos y nos acerquemos a Él, pero nos da tiempo como a niños pequeños, muchas veces torpes, que aprenden a andar. Damos unos pasos, nos caemos, nos levanta, volvemos a empezar, nos volvemos a caer, nos da la mano, nos lleva, nos soltamos, andamos solos, nos caemos, lloramos, nos coge en brazos, nos deja en el suelo, y vuelta a empezar. No se cansa.
Conoce mis debilidades, pecados, miserias… Año tras año, mes tras mes, semana tras semana, siempre y cada una de las veces que vuelvo a Él, pasa página. Me dice: ¡Comienza! ¡No te preocupes! ¡Vamos a intentarlo otra vez! Si Él no se cansa, ¿me cansaré yo? ¡Qué paciencia nos tienes, Dios mío!


[1] Tim Guénard, Más fuerte que el odio,  272-273.

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