Conciencia verdadera y conciencia recta

 


Un hombre vulgarun don nadie. Lo examinaron varios psiquiatras y todos concluyeron lo mismo. Era alguien normal. Alguno incluso se atrevió a decir más: ejemplar marido, padre, hijo, amigo… El sacerdote que lo visitó y habló con él, comentó que tenía ideas positivas. 

Se consideraba inocente de todos los cargos que había contra él. Nunca había actuado por motivos innobles, ni consideraba que sus actos hubieran sido criminales. No era un canalla, como algunos lo definían. Y sólo le hubiera pesado en la conciencia no haber cumplido las órdenes de mandar al exterminio a millones de personas.

Así describe Hannah Arendt a Adolf Eichmann en su fabuloso libro Eichmann en Jerusalén. Un relato sobre el juicio al dirigente alemán que diseñó los campos de exterminio y programó la matanza de millones de hombres, mujeres, niños y ancianos sólo por el hecho de pertenecer a la raza hebrea.

Si hago referencia al personaje y al libro de Arendt es porque Eichmann es un caso paradigmático de perversión de la conciencia. Él nunca se consideró culpable, porque lo que hacía era tan sencillo como cumplir una orden y esto estaba por encima de su conciencia. Es decir, renunció a pensar. Anuló por completo ese juicio práctico de la razón que nos lleva a distinguir el bien y el mal.

Eichmann, como tantos otros a lo largo de la Historia, transformó el mal en bien; la mentira en verdad; la conciencia falsa y errónea en conciencia verdadera y recta. Se cumple, en definitiva, aquello que escribía Santo Tomás en su Comentario a las sentencias:

Corrompida la razón, ya no es razón, lo mismo que un falso silogismo no es un silogismo. En consecuencia, la regla de los actos humanos no es cualquier razón, sino la razón recta.

Frente a la conciencia errónea está la conciencia verdadera que es aquella cuyo juicio moral está de acuerdo con la ley objetiva. La pregunta inmediata es ¿qué se entiende por ley objetiva? La ley eterna, la participación de ésta en el ser humano, también llamada ley natural, la ley divino-positiva, que son los mandamientos de Dios que comprenden la ley antigua y la ley nueva, la ley eclesiástica, los mandamientos de la Iglesia, y la ley civil siempre y cuando sea justa, es decir, cuando sea la ordenación de la razón encaminada al bien común y promulgada por aquel que tiene el encargo de cuidar de la comunidad, que diría Santo Tomás de Aquino. Y por ello cuando la ley civil no es justa siempre es legítima la objeción de conciencia.

Y junto a la conciencia verdadera está la conciencia recta que es aquella que busca o tiene la intención de adecuarse a la ley. Hay, en consecuencia, un esfuerzo por parte de la persona de conocer la norma moral y adecuarse a ella. Quiere, en definitiva, conformarse a lo objetivamente bueno. Esto no excluye el error, la equivocación, pero en este caso no sería culpable. ¿Y cómo saber si se actúa con conciencia recta? Nos puede servir aquello de Santo Tomás de Aquino, una vez más:

… la regla de los actos humanos no es cualquier razón, sino la recta razón.

La rectitud de la conciencia tiene lugar cuando la synderesis, también llamada conciencia habitual, aplica la ley natural en su obrar porque se impone a la conciencia por sí misma y a la que llamamos la voz de la conciencia. El Concilio Vaticano II en la Gaudium et spes, lo expresó de forma muy claro:

En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello.

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