¿Hacia donde va la Iglesia?

  


           Tras la multiplicación de los panes, nos cuenta el evangelista san Juan, Jesús se marchó a la montaña porque el pueblo, considerándolo el profeta que tenía que llegar, quiere hacerlo rey.

Al anochecer, sigue contando el mismo evangelista, los discípulos embarcaron para dirigirse hacia Cafarnaúm. Tenían que atravesar el lago de Genesaret o mar de Galilea y aunque la travesía no debía ser muy larga, unos cinco kilómetros y medio o seis aproximadamente, aquellas aguas eran muy traicioneras. Las corrientes del lago y los vientos podían agitarlo y provocar marejadas que hicieran que la barca se moviera violentamente.

Y esto fue lo que les ocurrió a los apóstoles. El viento fuerte provocó el encrespamiento del mar. Como ya les había sucedido en otras ocasiones, posiblemente el temor se apoderó de ellos, a pesar de que eran pescadores acostumbrados a estas situaciones. En ese momento es cuando ven a Jesús que se acerca a la barca. El miedo crece en ellos, pero la voz tranquilizadora de Jesús los calma: “Soy yo, no temáis”. El evangelista nos cuenta que quisieron recogerlo, pero antes de hacerlo tocaron tierra.

Este relato evangélico siempre me ha parecido la mejor analogía sobre la historia de la Iglesia. En la antigüedad cristiana, los escritores eclesiásticos identificaron a la Iglesia con esa barca que recorre el lago de Genesaret, imagen del mundo, hacia la patria definitiva. En esta travesía que la Iglesia tiene que hacer, es inevitable que haya olas, muchas veces muy violentas, que la agiten e incluso pretendan hundirla.  

Ante los grandes cambios que a gran velocidad se están produciendo en nuestro mundo y de modo especial en Occidente, cuna de la civilización cristiana, hay quienes se preguntan hacia dónde va la Iglesia. Creo, aun considerando que las generalizaciones son peligrosas y muchas veces injustas, que esa pregunta responde más a una ideologización de la Iglesia y a una mirada sobre ella más humana que sobrenatural. Y esto conduce, inevitablemente, hacia una desconfianza no solo hacia quienes han sido llamados a pilotar la nave de la Iglesia, sino hacia el mismo Señor que es quien ha garantizado que esta barca llegará a puerto.

No podemos olvidar que la Iglesia es misterio en la que hay una dimensión divina, oculta a los ojos de los hombres, porque la Iglesia ha sido fundada por el Hijo de Dios hecho carne quien envió el Espíritu Santo a los apóstoles el día de Pentecostés. Y es así como en la Iglesia Cristo no es solo una figura del pasado, sino que siempre está presente en ella. 

Y en la Iglesia hay una dimensión humana, que también forma parte del misterio, pues está formada por hombres que están sometidos a los condicionamientos y circunstancias de la historia. Son los que formamos la realidad visible de la Iglesia y quienes oscurecemos o mostramos, mediante el testimonio de nuestras obras, la realidad sobrenatural que está oculta bajo la carne. 

En consecuencia, la presencia real de Cristo y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia garantizan que la nave de la Iglesia llegará a su destino final. Ahora bien, esta garantía no evita que en el transcurso de la historia atraviese por dificultades, problemas, crisis, tensiones…, y también por las alegrías, esperanzas e ilusiones de los hombres que laforman.

El teólogo jesuita Henri de Lubac, a propósito de un texto de Orígenes: “En cuanto a mí, mi deseo es el de ser verdaderamente eclesiástico”, escribe en su maravillo libro Meditaciones sobre la Iglesia:

“El que formula semejante voto no se contenta con ser leal y sumiso en todo, exacto cumplidor de cuanto reclama su profesión de católico. El ama la belleza de la Casa de Dios. La Iglesia ha arrebatado su corazón. Ella es su patria espiritual. Ella es ‘su madre’ y sus ‘hermanos’. Nada de cuanto la afecta le deja indiferente o desinteresado. Echa raíces en su suelo, se forma a su imagen, se solidariza con su experiencia. Se siente rico con sus riquezas. Tiene conciencia de que, por medio de ella, y solo por medio de ella, participa de la estabilidad de Dios. Aprende de ella a vivir y a morir. No la juzga, sino que se deja juzgar por ella. Acepta con alegría los sacrificios que exige la unidad”.

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