Buen católico y buen ...

 


A finales del pasado mes de octubre, la juez federal de la Corte de Apelaciones del Séptimo Circuito de los Estados Unidos, Amy Coney Barrett fue confirmada por el Senado como Magistrada del Tribunal Supremo.

En un magnífico artículo, la escritora Esperanza Ruiz resalta las grandes dotes que tiene esta mujer, a la que sus conocidos la han calificado como abogada brillante, “hiperinteligente y humilde”; y pone en evidencia la hipocresía de quienes consideran que la fe católica que profesa la nueva Magistrada, es un obstáculo a la hora de aplicar determinadas leyes que pueden ser o que de hecho son contrarias a su fe.

Llama poderosamente la atención que mientras se pone en cuestión la capacidad de Barrett para ser Magistrada por sus convicciones religiosas y los demócratas han votado en su contra, nadie, absolutamente nadie, ha puesto en cuestión la capacidad del candidato demócrata Joe Biden, también católico, para ser el presidente de los EEUU.

A propósito de todo esto he recordado, a la luz del artículo de Esperanza Ruiz, la Carta al duque de Norfolk que el hoy San John Henry Newman escribió para rebatir las acusaciones que el político liberal William Gladstone lanzó contra los católicos ingleses.

Quizás más de uno piense que la comparación es excesiva. No lo creo. En el fondo las acusaciones lanzadas contra la capacidad o incapacidad de la juez Barrett por ser católica para ejercer como Magistrada del Tribunal Supremo y las que hace Galndstone, nos ponen delante la misma cuestión que Newman puso en evidencia:

[… ]¿pueden los católicos ser súbditos del Estado dignos de confianza? ¿Acaso no existe una potencia extranjera que tiene poder sobre sus conciencias y hasta puede servirse de ellos en cualquier momento? ¿y no redundará este hecho en muy serios daños para el gobierno civil bajo el que viven? 

Estas cuestiones ni fueron nuevas en época de Newman, ni lo son ahora. Ya se plantearon en los primeros tiempos del cristianismo. Cuando la nueva fe llegó a Roma y magistrados, senadores e incluso militares de alta graduación se convirtieron a ella, también se puso en cuestión la fidelidad de los cristianos al Imperio y al emperador. Las dudas fueron exactamente las mismas. 

Ahora bien, la cuestión de fondo, como apunta también Esperanza Ruiz, es la necesidad de desligar determinadas leyes de la religión que se profesa y llevarlas al terreno de la conciencia. Es decir, que cualquier persona, cualquier buen ciudadano debería oponerse a determinadas leyes que son injustas y contrarias a la dignidad de la persona y a la vida humana, no porque vayan contra un determinado credo, sino porque van contra la conciencia.

Aquí fue donde Newman centró su réplica a Galndstone, denunciando al mismo tiempo una campaña deliberada, casi diría conspiración, contra los derechos de la conciencia… Como se ve, nada nuevo bajo el sol. Y tampoco es nuevo que la conciencia, la ley (eterna) en tanto que aprehendida por la mente de cada hombre, ha sido totalmente marginada, abandonada, silenciada por el derecho del espíritu propio, la autonomía absoluta de la voluntad individual, también en palabras de Newman.

En definitiva, la voz de Dios que resuena en la conciencia ha sido vendida por treinta monedas y ha sido expuesta a escarnio público para que la gente decida lo que es verdad o lo que es mentira, porque ¿qué es la verdad?, preguntó en cierta ocasión Poncio Pilato, el santo patrón del relativismo. No importa. Es lo que en cada momento alguien decida, por votación, por mayoría parlamentaria o por imposición, es lo mismo, y la convierta en ley y ésta pase a ser norma moral que defina quien es buen o mal ciudadano.



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