Desilusión, desánimo... desesperanza
Muchos de ellos de los comerciantes que tuvieron que cerrar cuando sufrimos lo peor de la pandemia, no han tenido ni fuerzas ni medios para poder abrir de nuevo sus tiendas. Y no puedo evitar preguntarme, ahora como entonces, ¿qué será y habrá sido de estas personas? ¿Cómo pagaran los locales que tienen alquilados, la luz, el teléfono…? ¿Qué harán o estarán haciendo para mantener a sus familias?
El ambiente que se respira, o más bien que asfixia, es de desánimo, desaliento, desilusión, desesperanza. Se podrá disfrazar de muchas maneras. Se podrá ocultar a base de aplausos, botellones ilegales o partidos de futbol. Pero, estamos ante una cruda realidad que nos está arrastrando como un tsunami que destroza todo lo que encuentra a su paso. Estamos en la UCI con respiración asistida y algunos todavía no se quieren enterar.
Y hay otro refrán: “la esperanza es lo último que se pierde”. Y también es verdad si esta esperanza la ponemos en Otro. Sí, en Dios. El filosofo alemán Josef Pieper dice que para una persona creyente la esperanza es la seguridad de que mi vida tendrá un final feliz. Quizás alguien piense que eso es como agarrarse a un clavo ardiendo; que es una respuesta buenista; o que es un optimismo barato. Pero no, la esperanza cristiana no es nada de esto.Tampoco es una excusa para estar con los brazos cruzados, esperando, valga la redundancia, que la solución a todos los problemas baje del cielo o que haya que buscarla en un mundo de ultratumba. Esto ya lo hicieron algunos cristianos de Tesalónica, y san Pablo les tuvo que advertir que quien no trabajase que tampoco comiese.
La fe y la esperanza van siempre de la mano. Quien cree, vive con la seguridad de la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte. Esto significa que Dios ha pronunciado su sí definitivo. Un sí a la vida. Un sí a favor de su criatura predilecta, creado a su imagen y semejanza. Un sí que me asegura que, aunque el mundo se hunda a mis pies, yo no me hundiré porque hay Alguien que me sostiene. Y esto me compromete con este mundo en el que vivo para transformarlo y hacer de él un lugar habitable, donde ese sí de Dios se siga pronunciado.
Estoy llegando al final de este post con la sensación de que más de uno que lea esto pensará: “Sí, muy bonito…, pero no me paga las facturas ni me da de comer”. Y es verdad. Por eso no puede dejar de acordarme de Viktor Frankl y su experiencia en el campo de exterminio de Auschwitz que dejó escrito en ese fabuloso libro que es El hombre en busca de sentido.
No sé si puede haber una situación más desesperada que la que vivieron millones de judíos. Frankl cuenta que, en aquellas circunstancias, lo fácil era perder el sentido y la esperanza. Él consiguió sobrevivir pensando en su mujer, en el amor que se tenían y en la posibilidad de volver a estar juntos. Este fue su sentido y su esperanza, lo que le permitieron sobrevivir.
¿Qué debería dar sentido a todo lo que estamos viviendo? Todo esto puede sacar lo peor del ser humano. Lo estamos viendo, pero también puede sacar lo mejor. Y quizás, sueño con ello, no le falta razón y valentía al papa Francisco con la propuesta de una fraternidad que nos una en solidaridad.
“Ojalá que al final ya no estén ‘los otros’, sino sólo un ‘nosotros’. Ojalá no se trate de otro episodio severo de la historia del que no hayamos sido capaces de aprender. Ojalá no nos olvidemos de los ancianos que murieron por falta de respiradores, en parte como resultado de sistemas de salud desmantelados año tras año. Ojalá que tanto dolor no sea inútil, que demos un salto hacia una forma nueva de vida y descubramos definitivamente que nos necesitamos y nos debemos los unos a los otros, para que la humanidad renazca con todos los rostros, todas las manos y todas las voces, más allá de las fronteras que hemos creado” (Fratelli tutti 35)
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