El señor Marbury


Cuando pensaba que los días de descanso se habían terminado por este año, he tenido la gran sorpresa de poder hacer un nuevo viaje de placer. Invitado por el señor Marbury a pasar unos días en su casa, no lo pensé dos veces, hice las maletas y me fui a Somerset.

Había oído hablar de los Marbury en distintas ocasiones, es una de las grandes ventajas que tienen las redes sociales. Ponen a uno en contacto con gente maravillosa. Así pues, se había generado en mí cierta expectación ante una familia de la que se hablaba por aquí y por allá.

En estos tiempos de pandemia, no es fácil que una familia abra las puertas de su hogar tan fácilmente. Hay una tendencia a protegerse, especialmente de extraños. Por eso, ante la invitación del señor Marbury, no quise perder esta gran oportunidad. 

Conocer personalmente a Peter, su pasión por la lectura y por la vida sencilla y tranquila. Ver los nidos que Telma va dejando por un lado y por otro, y escuchar sus frases ingeniosas. Y descubrir a Gappy, Candas, Lolús y Scottie ha sido realmente emocionante.

El señor Marbury no es una novela de aventuras, al menos no como la concebimos si pensamos en las obras de Emilio Salgari. Sin embargo, convierte en una aventura diaria lo más normal de la vida. Tampoco es una novela histórica que nos cuente la vida y las hazañas de un gran hombre del pasado, pero nos habla de aquello que, en expresión de Unamuno, es la intrahistoria, ese mar silencioso y profundo que sólo ves si entras, siempre con permiso y de puntillas, en el corazón de las personas. Ni es una novela de misterio, aunque el final de un capítulo te hace desear otro y otro, como algo adictivo que impide dejar de leer.

La grandeza del libro de Alfonso Paredes está, por una parte, en la sencillez de lo cotidiano. Convierte lo más ordinario en algo extraordinario. Es una especie de antídoto contra la rutina, el acostumbramiento y el “siempre igual”. Y, por otra, es una nueva mirada sobre las personas y las cosas, incluso aquellas que vemos todos los días y a las que no valoramos porque las tenemos siempre con nosotros. Nos enseña a contemplar, que es mirar más allá de nosotros mismos para poner el centro en los demás. Es mirar “con los ojos del tigre (que es el amor)”.

La familia Marbury es entrañable, divertida, natural. Me han enseñado, entre otras muchas cosas, que “la vida son detalles”. Estar con ellos ayuda a reconciliarse con la vida; a expulsar el mucho o poco cinismo que se ha acumulado en el alma; a amar los defectos y manías de las personas queridas; y a reconocer que el deseo de ser uno mismo no conlleva renegar de un hogar donde amar y ser amado.

Los días han pasado volando y ya es hora de regresar. Los Marbury me han abierto las puertas de su casa y yo a ellos las de mi corazón. No sé ni cuándo ni cómo nos volveremos a encontrar, pero lo que sí sé es que estos días han quedado grabados en mi memoria, mejor que en una fotografía, y sólo puedo decir, ¡hasta pronto queridos Peter, Telma, Gappy, Candas, Lolús, Scottie y pequeño Marbury a quien todavía no conocemos! ¡Muchas gracias de corazón!

 

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