Un acontecimiento histórico
Cada uno de los santos es una obra maestra de la gracia del Espíritu
Santo (Juan XXIII)
El miércoles
regresé de Roma. Ha sido una semana muy intensa. Fui a la canonización de Juan
XXIII y de Juan Pablo II, acompañando a los seminaristas del Arzobispado
Castrense, donde colaboro como jefe de estudios. Han sido días estupendos
principalmente por tres motivos. Primero, porque pudimos asistir a la
canonización de dos grandes pastores de la Iglesia. En segundo lugar por la
compañía, porque estar con seminaristas siempre enseña mucho. Y tercero, porque
una vez más he tenido la posibilidad de “aprender Roma”, como decía el ya Santo
Juan Pablo II.
Si las
comparaciones siempre son odiosas, en el caso de Juan XXIII y Juan Pablo II lo
sería mucho más, porque estos dos pastores han sido, son y serán dos grandes
regalos que el Espíritu Santo da a su Iglesia. Fueron hombres providenciales,
muy conscientes del momento que estaba viviendo la Iglesia y, en
consecuencia, respondieron con generosidad a lo que entonces Dios estaba
pidiendo a su Iglesia. Juan XXIII convocando el Vaticano II, que fue el gran
acontecimiento que marcó la vida eclesial del siglo XX. Y Juan Pablo II
poniendo en marcha la renovación conciliar, con gran fidelidad al espíritu y
letra del Concilio.
Uno y otro amaron
la Iglesia y el sacerdocio, y por eso estos días, acompañando a los
seminaristas, he pensado mucho en la importancia que tienen las vocaciones
sacerdotales. Son un gran tesoro para la Iglesia que hay que mimar,
principalmente con la oración, por ellos, por los que se están preparando para
ser sacerdotes, y para que aumente el número de vocaciones al sacerdocio. En
Juan XXIII y Juan Pablo II tenemos, seminaristas y sacerdotes, dos preciosos
ejemplos de pastores “con olor a oveja”, como dice el Papa Francisco.
Y, por último,
durante estos días, visitando las basílicas y algunas de las catacumbas
romanas, hemos podido mirar a nuestro pasado. La historia del Cristianismo es,
fundamentalmente, una historia de santidad. Es la historia de una gran multitud
de hombres, mujeres y niños, que siguieron a Cristo y entregaron su vida por
Él. Muchas de sus biografías son desconocidas, pero han dejado huella. Una
estela de testigos que nos muestran, con su vida, que seguir a Cristo es
posible. Nos muestran que la fe no es
algo infantil o inútil, sino que trasforma la vida, la purifica y la hace más
plena.
La canonización de
Juan XXIII y de Juan Pablo II ha sido, ciertamente, un acontecimiento
histórico, pero no puede quedar en el olvido, o en el recuerdo de unas
fotografías. Tiene que ser mucho más. Ambos nos indican la meta a la que
estamos llamados todos los creyentes, la santidad. Y también nos muestran el
camino, la identificación con Cristo y la comunión con la Iglesia.
Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a
la vocación de cada uno. Doy gracias al Señor que me ha concedido beatificar y
canonizar durante estos años a tantos cristianos y, entre ellos a muchos laicos
que se han santificado en las circunstancias más ordinarias de la vida. Es el
momento de proponer de nuevo a todos con convicción este « alto grado » de la vida cristiana
ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias
cristianas debe ir en esta dirección. Pero también es evidente que los caminos
de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de
adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe enriquecer la
propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de
grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los
movimientos reconocidos por la Iglesia.[1]
[1]
Juan Pablo II, Novo millennio inenunte,
31.

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