De la muerte a la vida
Mire cada cual para su alma. Muere si peca, porque el pecado es la muerte
del alma (San Agustín)
Hace tiempo un amigo me envío un
powerpoint que contaba la relación entre el mar de Galilea y el mar Muerto. Son
dos lagos alimentados por el mismo río, el río Jordán. Están cerca el uno
del otro, a unos kilómetros, pero son dos lagos totalmente distintos. El mar de
Galilea, también conocido como lago de Tiberiades refleja el azul del cielo y
en su orilla crecen plantas, flores y hay una verde pradera.
El mar muerto, sin embargo, es
todo lo contrario. Es un agua tan densa que parece aceite. Tiene tal
concentración de sal que es imposible que en él haya vida. En el mar muerto, el
agua no fluye, sino que está estancada, no sirve para regar y, en consecuencia,
tampoco puede producir frutos, ni plantas, ni árboles, no engendra vida.
Todos tenemos el mismo origen en
Dios, que nos ha creado iguales, con libertad. Esto supone que todos tenemos
las mismas oportunidades y que, cada uno, somos para lo bueno y para lo malo
dueños de nuestro destino. A diferencia del mar de Galilea o del mar muerto
podemos elegir qué queremos hacer con nuestra vida. Alguien puede pensar: ‘las
circunstancias nos determinan’, ‘en muchas ocasiones no elegimos’, ‘estamos
determinados’. En parte, sólo en parte, porque al final siempre soy yo quien
elige cómo actuar y qué camino tomar.
Ahora bien, igual que el mar de
Galilea y el mar Muerto, con nuestros actos libres podemos generar vida o podemos
generar muerte. ¿Dónde está la diferencia? En si vivimos vida divina o vivimos
como ‘muertos vivientes’. La primera viene de Dios y da fruto si respondemos
con generosidad. La segunda, es siempre consecuencia del pecado, acto libre del
hombre que lleva consigo la muerte.
Y, también, a diferencia del mar
de Galilea y del mar Muerto, el hombre pecador puede recuperar la vida, volver
a la amistad con Dios que el pecado le había arrebatado. El creyente que se
reconcilia con Dios puede experimentar de nuevo el paso de la muerte a la vida,
porque el pecado no tiene la última palabra, porque Cristo, que es la Vida,
muere para destruir el pecado; porque su amor es más poderoso que la muerte.
El misterio
de la piedad, por parte de Dios, es aquella misericordia de la que el Señor y
Padre nuestro —lo repito una vez más— es infinitamente rico… es un amor más poderoso que el pecado, más fuerte
que la muerte. Cuando nos damos cuenta de que el amor que Dios tiene por
nosotros no se para ante nuestro pecado, no se echa atrás ante nuestras
ofensas, sino que se hace más solícito y generoso; cuando somos conscientes de
que este amor ha llegado incluso a causar la pasión y la muerte del Verbo hecho
carne, que ha aceptado redimirnos pagando con su Sangre, entonces prorrumpimos
en un acto de reconocimiento: «Sí, el Señor es rico en misericordia» y decimos
asimismo: «El Señor es misericordia»[1].
[1] Juan Pablo II, Reconciliación
y penitencia 22.
Que gran metáfora para explicarlo. Me ha encantado. Un abrazo
ResponderEliminar