Miopía espiritual
… para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos (Juan 9, 39)
Un anciano, con
problemas de miopía, se consideraba un gran experto en arte. Un día, estando de
vacaciones con su mujer, decidieron ir a visitar un museo. En cuanto entró en
la primera sala comenzó a criticar los cuadros que allí estaban expuestos. Al
cabo de un rato, se paró delante de uno: “El marco es completamente inadecuado
para el cuadro. El hombre representado está vestido de forma muy vulgar,
andrajosa y ordinaria. No sé como el artista pudo pintar a alguien así”. En ese
momento su mujer llegó hasta él y le dice: “Cariño, te has olvidado las gafas
en casa. Eso no es un cuadro es un espejo”.
Quien más, quien menos, todos tenemos una cierta
miopía que nos impide reconocer los propios pecados. Suele darse un curioso
fenómeno. Primero, los negamos: ‘Yo no soy así’, ‘eso lo dices porque me tienes
envidia’, ‘piensas eso de mí porque te caigo mal’, etc., etc. Después, echamos
la culpa a otro y/o nos justificamos: ‘se portó mal conmigo y reaccioné así’,
‘yo soy buena persona, pero hay ocasiones en que te obligan a ser mala’, ‘en
realidad yo no quería, pero no me quedó más remedio’, etc., etc.
El pecado nos nubla
la vista, nos impide ver la realidad de nuestra vida tal y como es. El problema
es que uno se puede acostumbrar a ello, y esto es muy fácil, de tal forma que
al final uno termina construyendo una imagen de sí mismo totalmente ficticia, y
cuando la realidad se impone, porque acaba imponiéndose, y caemos en la cuenta
de que no somos tan perfectos como nos habíamos imaginado el batacazo es
monumental. La peor consecuencia de esto es caer en una especie de soberbia
espiritual, que me lleva a encerrarme y cerrar las puertas a Dios.
¿Qué hacer
entonces? Primero es fundamental abrir los ojos, mirar nuestra vida pero con
una luz particular, la luz de Cristo, la luz de su Palabra. Este sí que es un buen
espejo, porque aquí puedo comprobar si mi vida se adecua o no a lo que Dios
quiere de mí. Y por eso, cuando reconozco mi pecado digo: ‘por mi culpa’ y no ‘por
su culpa’.
Después tengo que
dejar que el Señor actúe por medio de los sacramentos, especialmente la
confesión, y por la oración, porque es en el diálogo con la Palabra de Dios
donde encuentro el camino que me conduce a la conversión. Y, por último, tengo
que hacer propósitos concretos, es decir, tengo que poner por obra aquello que
es necesario para cambiar.
Con la conversión se apunta a la medida alta de la vida cristiana, se nos
confía al Evangelio vivo y personal, que es Cristo Jesús. Su persona es la meta
final y el sentido profundo de la conversión, él es el camino sobre el que
estamos llamados a caminar en la vida, dejándonos iluminar por su luz y
sostener por su fuerza que mueve nuestros pasos. De esta forma la conversión
manifiesta su rostro más espléndido y fascinante: no es una simple decisión
moral, que rectificar nuestra conducta de vida, sino que es una decisión de fe,
que nos implica enteramente en la comunión íntima con la persona viva y
concreta de Jesús[1]

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