La alegría del Evangelio
La alegría del Evangelio llena
el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús (Papa Francisco)
La
exhortación apostólica del Papa Francisco se ha visto como un documento
programático. Algunos, con una visión parcial, se han quedado en aquellos
aspectos más mediáticos, como la tan traída y llevada “reforma”. Otros,
haciendo una lectura política de la exhortación, han acusado al Papa de ser
filomarxista, por la condena que hace de una sociedad de bienestar que mantiene
las desigualdades sociales.
Quienes
así piensan se quedan en la superficie, además de hacer lecturas sesgadas.
Olvidan cuestiones que están en el centro del mensaje evangélico y que
fundamentan todo lo que el Papa afirma.
¿Qué
cuestiones son estas? Algunas, pensadas a vuela pluma, podrían ser las
siguientes. En primer lugar, como el mismo título indica, la alegría que brota
del encuentro con el Señor y cambia la vida. Esa alegría trasforma al creyente
y se trasmite.
En
segundo lugar, la necesidad de conversión, o como dice el Papa, renovar la
alegría. Todos corremos el riesgo de caer en el individualismo, el consumismo,
y tantas y tantas cosas que llenan el corazón y nos impiden amar a Dios.
Después,
consecuencia de lo anterior, la misión y/o evangelización (no voy a entrar en
discusiones terminológicas). Todos los bautizados estamos llamados a anunciar a
Jesucristo. No hay excusas. Nadie puede decir: ‘eso no va conmigo’. Y son
tantas y tan diversas las formas de hablar de Dios. Primero con el propio
testimonio de la vida; las devociones populares; la catequesis; el encuentro
con amigos, vecinos, familiares… Y siempre y en todo momento el gran testimonio
de la caridad.
Así
la Iglesia, cada bautizado, está obligado a salir de sí misma. El centro y el
punto de partida está en Cristo. La misión de los apóstoles y demás discípulos,
también la tuya y la mía, es continuar, por la acción del Espíritu Santo, la
misma misión de Jesús. Y mediante la actuación de los bautizados, se trasforma
la sociedad y el mundo, y se hace presente el Reino de Dios.
La alegría del Evangelio que
llena la vida de la comunidad de los discípulos es una alegría misionera. La
experimentan los setenta y dos discípulos, que regresan de la misión llenos de
gozo (cf. Lc 10,17). La vive Jesús, que se estremece de gozo en el Espíritu
Santo y alaba al Padre porque su revelación alcanza a los pobres y pequeñitos
(cf. Lc 10,21). La sienten llenos de admiración los primeros que se convierten
al escuchar predicar a los Apóstoles “cada uno en su propia lengua” (Hch 2,6)
en Pentecostés. Esa alegría es un signo de que el Evangelio ha sido anunciado y
está dando fruto. Pero siempre tiene la dinámica del éxodo y del don, del salir
de sí, del caminar y sembrar siempre de nuevo, siempre más allá[1].

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