El sí de María es el no de Dios
Y así como por obra de una virgen desobediente fue el hombre herido y
murió, así también, el hombre fue reanimado por obra de una Virgen, que
obedeció a la Palabra
(San Ireneo de Lión)
Cuenta el libro de
los Jueces que Jefté era un guerrero valiente que fue a luchar contra los
amonitas para liberar al pueblo de Israel. Antes de entrar en batalla hizo un voto al Señor: “Si entregas a los
amonitas en mi mano, el primero que salga de las puertas de mi casa a mi
encuentro cuando vuelva en paz de la campaña contra los amonitas, será para el
Señor y lo ofreceré en holocausto” (Jueces 11, 30-31).
Jefté ganó la
batalla y regresó a su casa decidido a cumplir su promesa. La primera en salir
a recibirlo fue su hija. Era hija única. “Al verla, rasgó Jefté sus vestiduras
y exclamó: ‘¡Ay, hija mía, me has destrozado por completo y has causado mi
ruina! He hecho una promesa al Señor y no puedo volverme atrás’…”. Cuando su
hija supo la promesa que había hecho, sólo pidió una cosa antes de cumplirla:
“llorar mi virginidad” (Jueces 11, 34-37).
Hubo un tiempo, en
el Antiguo Testamento, en el que la virginidad era una maldición. Era un
sacrificio, porque la maternidad representaba la fecundidad y la bendición de
Dios sobre una mujer y su familia. Lo que entonces era un castigo, en María se
ha tornado en motivo de alegría. La virginidad, en el Nuevo Testamento, es
fecunda.
Era necesario que
virgen fuera la Madre de Jesús, porque si el primer Adán fue modelado, por las
manos de Dios de una tierra virgen, que no había sido labrada por mano del
hombre, también el nuevo Adán, Cristo, tenía que nacer de una Virgen. Pues igual
que el pecado entró en el mundo por una mujer, también por medio de una mujer
entraría la salvación. En el sí de María está el no de Dios al pecado y a la
muerte, porque no podía dejar que el hombre, llamado a la vida y a mostrar la
imagen y semejanza del Creador, fuera destruido por el poder del diablo.
En María
contemplamos aquella santidad a la que todos estamos llamados. Sin pecado, la Virgen
es la llena de gracia, que preserva el corazón para que sea morada del Espíritu
Santo y engendrar al Verbo. Así también es posible para cada creyente,
obediente a la Palabra, una fecundidad de la vida de gracia, que hace al
cristiano libre. Aquel que, como María Virgen, recibe el Espíritu Santo
engendra en su vida al Verbo. Se configura a imagen de Cristo.
María, Madre del Verbo encarnado, está situada en el centro mismo de aquella ‘enemistad’, de aquella lucha que
acompaña la historia de la humanidad en la tierra y la historia misma de la
salvación. En este lugar ella, que pertenece a los ‘humildes y pobres del
Señor’, lleva en sí, como ningún otro entre los seres humanos, aquella ‘gloria
de la gracia’ que el Padre ‘nos agració en el Amado’, y esta gracia determina la extraordinaria grandeza
y belleza de todo su ser. María permanece así ante Dios, y también ante
la humanidad entera, como el signo inmutable e inviolable de la elección por
parte de Dios. Esta elección es más fuerte que toda experiencia del mal y del
pecado, de toda aquella ‘enemistad’ con la que ha sido marcada la historia del
hombre. En esta historia María sigue siendo una señal de esperanza segura[1].
[1] Juan Pablo II, Redemptoris
mater 11.

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