Nunca tira la toalla
¿Cómo
no abrir nuestro corazón a la certeza de que, aunque seamos pecadores, somos
amados por Dios? (Benedicto XVI)
Me apropio de la
siguiente anécdota que oí contar a un amigo:
En cierta ocasión
un sacerdote que estaba de campamento con los chicos de la parroquia, les
explicó en una catequesis la parábola de la oveja perdida. Al día siguiente
salieron de excursión y, por casualidad, en el camino se encuentran con un
pastor que lleva las ovejas al redil. El sacerdote entonces aprovecha la
ocasión para que los chicos vean una aplicación práctica de la parábola que les
había explicado. Para al pastor y le pregunta: “Oiga, si una oveja se le pierde
¿qué hace?”. “Que ¿qué hago cuando se pierde una oveja? Pues que se fastidie la
oveja”. (Bueno, en realidad parece que dijo algo peor que no se puede
reproducir). El sacerdote intentó salvar la situación diciendo: “Veis eso nunca
la haría Dios”.
La parábola de la
oveja perdida invita a creer y a soñar en un Dios que nunca tira la toalla.
Nunca nos da por perdidos, ni se da por vencido cuando me empeño en salir
corriendo y esconderme para que no me encuentre. A veces puedo pensar que es
molesto, no quiero que se entrometa en mi vida. Y me deja libertad para que me
marche, pero cuando estoy perdido, sale a buscarme, porque sabe que, por mucho
que me empeñe, lo necesito.
Dios nunca me va a
decir, “¡fastídiate!”, sino que llora mi marcha del hogar. Siempre me ofrece su
perdón y tiene misericordia de mi. Es compasivo y misericordioso. Quizás por
eso Nietzsche dijo que el cristianismo era una religión de personas débiles.
Creemos en un Dios que ofrece su perdón a los pecadores. Es más, Él mismo ha
querido hacerse hombre y entregar su vida en la cruz para ofrecernos su perdón.
Nos coge sobre sus hombros y nos muestra de nuevo la vida.
Ya lo he escrito en
algún otro post. No deja de impresionarme los milagros que Dios hace en tantas
personas que se acercan a Él, mediante el sacramento de la confesión, y le
piden perdón. Nuestros pecados y miserias pueden ser enormes, siempre nos busca
y espera, por eso siempre habrá más alegría en el cielo por un pecador que se
arrepiente.
Ea, pues, los que estamos aquí que somos ovejas perdidas, vámonos a
Jesucristo, confiemos de su misericordia que nos recibirá; pongámonos en sus
manos llenas de caridad, y creo que, si tuviésemos confianza y sintiésemos bien
de la misericordia de Dios, no se perderían tantos como se pierden... Ven pues,
oveja perdida, ánima perdida, que estás desmayada y ponte en las manos de
Jesucristo y confía en su misericordia[1].

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