Como en casa
A Covadonga, Gema, María Ángeles, Sara, José Antonio, Antón (que
está sacando la foto) y Verónica (el orden de los factores no altera el producto) en agradecimiento por los días
que hemos pasado en Roma.
La semana pasada estuve en Roma. Fui con un grupo de alumnos de
Ciencias Religiosas de la Universidad San Dámaso. Fueron unos días estupendos
de convivencia y de oración. No íbamos de turismo, sino de peregrinación. La
diferencia es importante.
Todo lo que hay en Roma, basílicas (San Pedro en el Vaticano, San
Pablo Extramuros, Santa María la Mayor...), palacios, iglesias, etc., etc., se
puede mirar de tres formas. Una es la del “simple turista” que quiere tener más
cultura, hacerse unas fotos y basta. Otra es la del crítico, y no de arte
precisamente, que considera que todo aquello es una falta de testimonio
cristiano, que debería ser vendido para dar el dinero a los pobres (esto en el
mejor de los casos). Y la tercera, la de aquel que contempla todo aquello con
una mirada de fe; que descubre en cada uno de los monumentos, grandes o
pequeños, la entrega de miles y miles, millones de personas, que han querido
rendir culto a Dios.
Se puede ver a la Iglesia como una Madre o como una Madrastra. Como un
lugar de libertad, o como un sitio donde sólo hay intolerancia y dogmatismo.
Como un testimonio de la fe de los cristianos de todo tiempo y lugar, o como un
derroche de dinero. Sin embargo, quien mira la Iglesia desde la fe, se
encuentra en Roma como en casa, expresión que empleó Gema en el viaje y me
encantó.
El
Concilio Vaticano II se empeñó en afirmar que la Iglesia es santa y pecadora en
sus miembros. Esto es así, y el que esté libre de pecado que vaya buscando otra
Iglesia, yo me quedo en la que fundó Aquel que dijo ‘no he venido a llamar a
los justos, sino a los pecadores’.
La
Iglesia es mi casa. Aquí uno descubre que no vive la fe en solitario, sino que
pertenece a una familia, a un cuerpo y a un pueblo. Y que aquello que cree, vive y celebra no
se lo ha inventado, sino que lo ha recibido de sus padres, y de todos aquellos
que creyeron, vivieron y celebraron la fe antes que él. Y así, a lo largo de
los veintiún siglos de historia, la Iglesia ha ido creciendo y progresando
con la vida entregada de una multitud de creyentes.
Si san Atanasio o san Ambrosio
volvieran de pronto a la vida, no se podría dudar sobre qué comunión tomarían
como la propia. Todos podemos estar de acuerdo, si queremos, dejando aparte
opiniones personales y quejas, en que estos padres estarían más a sus anchas
con hombres como san Bernardo o San Ignacio de Loyola, con el sacerdote
solitario en su habitación, la santa hermana de la caridad, o la multitud
ignorante delante del altar, que con los maestros o con los seguidores de otro
credo[1].

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