El amor tiene estas cosas
Oh sublimidad humilde, que el Señor
del universo, Dios e Hijo de Dios, se humille tanto para esconderse para
nuestra salvación, bajo una modesta forma de pan” (San Francisco
de Asís)
Posiblemente muchos
conocen el cuento de El Príncipe feliz.
Lo resumo. Cuenta Oscar Wilde que una golondrina, que emigraba hacia el norte
de África, decidió hacer un alto en el camino y detenerse al pie de la estatua
del Príncipe feliz. Cuando está a punto de retomar el vuelo, le cae una gota de
agua. La golondrina mira hacia el cielo, pensando que llueve, y, con sorpresa,
ve que la estatua está llorando.
Cuando la
golondrina le pregunta al Príncipe feliz por qué llora, éste le dice que, desde
el pedestal tan alto en que se encuentra, ve toda la miseria que hay en la
ciudad. Entonces le pide al pájaro que le quite las piedras preciosas y el oro
que lo adornan y se lo lleve a las personas pobres y enfermas. Al final,
después de que la golondrina ha repartido todo el oro de la estatua, quedó sólo
la coraza de plomo y, a sus pies, el pájaro muerto por el frío y el
agotamiento.
El Ayuntamiento de
la ciudad, al ver que la estatua había perdido toda su belleza, decidió
quemarla. Pero quedó el corazón de plomo que no se derritió con el fuego y que
tiraron a la basura, junto con la golondrina muerta. Entonces Dios dijo a sus
ángeles: “Traedme las cosas más preciosas de la ciudad”. Y los ángeles le
llevaron el corazón de plomo del Príncipe feliz y la golondrina.
Cada vez que leo
este cuento, me parece (mutatis mutandis que diría alguno, o analógicamente que
diría algún otro) una maravillosa alegoría de la Eucaristía. Pocas veces
reparamos en un gesto tan sencillo, como impresionante cuando lo pensamos, como
es la partición del pan eucarístico por el sacerdote, momentos antes de la
comunión. Es Cristo quien se rompe y se da como alimento para que tengamos vida
eterna.
Se da del todo, sin
reservas, sin guardar nada para si. El amor tiene estas cosas. Poco necesita el
Señor para entregarse. Aquí, de nuevo, Dios desciende, como si abandonase otra
vez la gloria del cielo para ir al encuentro de cada uno de nosotros. Es la
gran aventura del amor de Dios y de su humildad que entrega la vida.
¿Quién es capaz de
comprender el amor de Dios? Por muchas vueltas que le demos, siempre acabamos
en el misterio. El misterio de Dios hecho hombre; el misterio de Dios que
entrega su vida por el hombre; y el misterio de la fe de ese Dios que se queda
con el hombre en la Eucaristía. Y cada uno de estos misterios sólo se pueden
explicar desde el amor. El amor de Dios que dio a su Hijo unigénito para que el
hombre tenga vida eterna. El amor de Dios que da la vida por sus amigos. Y el
amor de Dios que se da hasta el final.
Ninguno de los grandes logros en la vida del hombre surge
del mero pensar. Todos brotan del corazón y del amor. Pero el amor tiene su
propio ‘por qué’ y ‘para qué’. Por más que habrá que estar abierto a ello, pues
de lo contrario no se entiende nada. Pero, ¿qué ocurre cuando es Dios el que
ama, cuando lo que se revela es la profundidad y el poder de Dios? ¿De qué será
capaz entonces el amor? Sin duda, de una gloria tan grande que, a quien no tome
el amor como punto de partida, todo tendrá que parecerle locura y sinsentido[1].

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