En la muerte de mi padre
Una antigua leyenda cuenta la historia de un anciano
monje, que cuidaba una ermita en la que había una imagen de un Cristo. Un día,
aquel buen monje, impulsado por un sentimiento generoso, se arrodilló ante la
cruz y dijo: “Señor, quiero padecer por Ti. Déjame ocupar tu puesto”. El Señor
abrió sus labios y habló: “Hermano mío, accedo a tu deseo, pero ha de ser con
una condición: Suceda lo que suceda, y veas lo que veas, has de guardar
silencio”. El monje contestó: “¡Te lo prometo, Señor!”. Y se efectuó el cambio.
Nadie advirtió el trueque. Nadie reconoció al
ermitaño, colgado con los clavos en la cruz. El Señor ocupaba el puesto del
monje. A nadie dijo nada. Pero una mañana llegó a la ermita un hombre rico que,
después de haber estado un rato muy pensativo, dejó allí olvidada su cartera.
Al rato llegó un pobre que se apropió de la cartera
del rico. Y al poco tiempo entró otro muchacho para pedir protección antes de
emprender un largo viaje. Entonces llegó el rico en busca de su cartera y, al
no encontrarla, pensó de inmediato que el muchacho la había cogido y le dijo: “¡Dame
ahora mismo la cartera que me has robado!”. El joven, sorprendido, replicó:
“¡No he robado nada!”. “No mientas, devuélvemela enseguida!”. El rico se
abalanzó furioso contra él. Entonces se oyó una voz fuerte: “¡No. Detente!”. El
rico miró hacia arriba y vio que la imagen le hablaba. El hombre quedó
espantado y salió de la ermita. El joven también se fue porque tenía prisa para
emprender su viaje.
Cuando la ermita quedó a solas, Cristo se dirigió al
monje y le dijo: “Baja de la cruz. No sirves para ocupar ese puesto. No has
sabido guardar silencio”. Jesús ocupó la cruz de nuevo y volvió a hablarle: “Tú
no sabías que al rico le convenía perder la cartera, pues llevaba en ella el
precio de la traición a su mujer. El pobre, en cambio, tenía necesidad de ese
dinero. En cuanto al muchacho que iba a
ser golpeado, sus heridas le habrían impedido realizar un viaje que para él
resultaría fatal: hace unos minutos acaba de naufragar su barco y él ha perdido
la vida. Tú no sabías nada. Yo sí sé. Por eso callo tantas veces”.
Cuando hace seis años mi
padre sufrió el infarto cerebral, me enfadé con Dios. Me preguntaba ¿por qué? Porqué ha tenido que suceder,
porqué ha postrado a mi padre en una silla de rueda y sin poder hablar; porque
nos hace pasar por esto a mi madre, a mis hermanos, a mi… Yo no sé que harán
otros sacerdotes, pero yo, de vez en cuando, me enfado con el Señor y discuto
con Él. Sé que no le importa, porque al final siempre sale ganando. Tiene más y
mejores argumentos que los míos, y los emplea siempre con más razón.
Durante este tiempo, he
aprendido y estoy aprendiendo que siempre es mejor quedarse con la botella
medio llena; que no elegimos las cartas que nos tocan, pero sí podemos elegir
cómo jugarlas. Descubrí entonces que me hacía la pregunta equivocada. No se
trataba de saber porqué, sino qué: ¿Qué me estaba diciendo Dios con lo que estaba pasando? ¿A qué me estaba llamando?
Las respuestas han llegado
una a una y poco a poco, como sólo el Señor sabe hacer las cosas, con suavidad,
con delicadeza, para que aprendamos como niños pequeños a caminar, un paso
después de otro. Y ¿cuáles han sido esas respuestas? ¿A qué me llamaba Dios en
todo esto? Me invitaba a crecer en la fe y confianza en Él. A descubrir que
Dios es Padre y que, igual que no podemos impedir que el sol brille, tampoco
podemos impedir que Dios derrame su misericordia. Me llamaba a vivir de esperanza.
A darme cuenta que tengo que esperarlo todo de Él, porque soy débil, porque
cuando me apoyo sólo en mis fuerzas, fácilmente flaqueo y me caigo. Necesito
que el Señor, con su misericordia, me levante y me sostenga.
Y, por último, quizás la lección más importante y que
aprendemos a lo largo de la vida, es la llamada al amor. Ha sido y es la más
difícil, porque amar de verdad, sin esperar nada a cambio, supone vaciarse de
uno mismo, del egoísmo, de la soberbia, del orgullo… Durante este tiempo, el
Señor me ha mostrado un amor tan grande… Ese amor ha tenido y tiene rostros concretos,
el de mi padre, el de mi madre, mis hermanos… Ha sido un amor marcado con el
signo de la cruz, del sufrimiento. Un amor que así se va purificando para
descubrir lo que realmente es fundamental en esta vida: ¡Sólo Cristo y sólo el amor es lo importante!
Que todo esto haya sucedido en la Semana Santa y que haya
celebrado la Misa de funeral por mi padre en la octava de Pascua, es también
una llamada de Dios. También yo, como los discípulos de Emaús, soy necio y
torpe para comprender. Necesito que el Señor me abra los ojos y los oídos para
entender que, sólo desde Cristo muerto y resucitado, todo esto tiene sentido:
A
veces nos parece que Dios no responde al mal, que permanece en silencio. En
realidad, Dios ha hablado, ha respondido, y su respuesta es la cruz de Cristo:
una Palabra que es amor, misericordia, perdón…
Cuántas
veces tenemos necesidad de que el Amor nos diga: ¿Por qué buscáis entre los
muertos al que está vivo? Los problemas, las preocupaciones de la vida
cotidiana tienden a que nos encerremos en nosotros mismos, en la tristeza, en
la amargura..., y es ahí donde está la muerte. No busquemos ahí a Aquel que
vive. Acepta entonces que Jesús Resucitado entre en tu vida, acógelo como
amigo, con confianza: ¡Él es la vida![1]
[1] Papa Francisco, Palabras finales en el Vía Crucis y Homilía en la Vigilia Pascual (Semana Santa 2013).

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