Es posible
En cualquier situación, cabe desandar los propios pasos, decir ‘me
equivoqué’ e iniciar la aventura de un nuevo cambio, en el que sea posible
integrar el pasado (Alejandro Llano)
En
octubre de 1947, el piloto Chuck Yeager comenzó la era de los vuelos
supersónicos cuando consiguió romper la barrera del sonido. Algunos
consideraban que eso era algo imposible: unos decían que había datos
científicos que demostraban que aquella barrera era impenetrable; otros estaban
seguros que el avión y el piloto se desintegrarían. El caso es que Chuck Yeager
logró su objetivo y superó la barrera del sonido no una, sino tres veces. Años
después, cuando escribió su autobiografía, contó la experiencia de aquel día.
“Fue entonces cuando comprendí que la verdadera barrera no estaba en el sonido,
ni el cielo, sino en nuestra cabeza…”
La
primera es el voluntarismo. El voluntarista es aquel que piensa que todo se
puede resolver sólo y exclusivamente con el esfuerzo de la voluntad. Es la
persona orgullosa que se aferra a su modo de pensar, de decir y de obrar. En
consecuencia, no sabe escuchar y no se deja ayudar. Si cae en una fosa, no
quiere que nadie le tire una cuerda o le dé la mano; él sólo puede salir. El
voluntarista lleva mal sus fracasos; y al final se cansa de luchar sin
conseguir los resultados que espera, y se rinde.
La
segunda enfermedad es el victimismo. La persona victimista es la que vive en la
queja continúa; aquel que en todo ve desaires y menosprecios; es, en
definitiva, aquel que se entristece por las alegrías de los demás; que siente
envidia por los éxitos de los otros; y es el que piensa que todos confabulan
contra él. El victimista, al final, se convierte en un solitario, porque se
vuelve insoportable en la convivencia. Con su queja constante se ha introducido
en un laberinto; quería dar pena para conseguir la atención de los demás y lo
que consigue es todo lo contrario.
¿Cuál es
el remedio para estas dos enfermedades? La humildad y la gratitud.
La
humildad es el mejor antídoto contra el voluntarismo, porque nos lleva a
reconocer la propia debilidad; nos lleva a descubrir que los fracasos no son
malos; incluso me atrevería a decir que los pecados, en sí algo malo porque nos
apartan de Dios, nos ayudan a darnos cuenta que nosotros solos no podemos, que
somos frágiles. La humildad nos ayuda a crecer en la adversidad; a aprender de
nuestros errores; nos lleva a madurar como personas y como cristianos.
El
segundo remedio, la gratitud. La gratitud significa reconocer el bien que otros
nos han hecho y corresponder con bien. Al mismo tiempo, significa descubrir la
acción de Dios en nuestra vida que se da de forma gratuita. Dios siempre está
dispuesto a darnos su ayuda, a regalarnos sus beneficios, incluso antes de que
se los pidamos.
Así, con
la humildad y la gratitud, la conversión es posible por la unión de dos
factores estrechamente unidos: nuestra voluntad y deseo de cambiar, y la acción
de Dios en nuestra vida que viene por los sacramentos.
Cada día es momento favorable de gracia, porque cada día nos invita a
entregarnos a Jesús, a tener confianza en Él, a permanecer en Él, a compartir
su estilo de vida, a aprender de Él el amor verdadero, a seguirle en el
cumplimiento cotidiano de la voluntad del Padre, la única gran ley de vida.
Cada día, aún cuando no faltan las dificultades y las fatigas, los cansancios y
las caídas, aún cuando estamos tentados de abandonar el camino de seguimiento
de Cristo y de cerrarnos en nosotros mismos, en nuestro egoísmo, sin darnos
cuenta de la necesidad que tenemos de abrirnos al amor de Dios en Cristo, para
vivir la misma lógica de justicia y de amor… se necesita humildad para aceptar
tener necesidad de Otro que me libere de lo ‘mío’, para darme gratuitamente lo
‘suyo’[1].

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