Nosotros-yo y viceversa
Tener fe es apoyarse en la fe de
tus hermanos, y que tu fe sirva igualmente de apoyo para la de otros. Os pido,
queridos amigos, que améis a la Iglesia, que os ha engendrado en la fe, que os
ha ayudado a conocer mejor a Cristo, que os ha hecho descubrir la belleza de su
amor (Benedicto
XVI)
En 1762, Jean-Jacques Rousseau publicó el Emilio o de la educación. El filósofo
francés proponía un itinerario educativo basado en la teoría del buen salvaje. Es decir, buscaba un
desarrollo natural de la persona, separada de la sociedad que, según Rousseau,
era nociva para el niño. Partía del hecho de que el hombre es bueno por
naturaleza, pues ésta no comete errores. En consecuencia, el hombre en su
entorno natural puede conocer por experiencia todo aquello que necesita para
llevar una vida buena y feliz, mientras que la sociedad, con sus normas y
costumbres, corrompe esa bondad natural de la persona.
Sin embargo, el propio Rousseau tiene que poner,
junto a Emilio, la figura de un tutor
que ayude al niño, durante su proceso, a aprender de todo aquello que le
sucede. El resultado final es que la naturaleza por sí sola no puede enseñar.
La persona necesita siempre de otro o de otros para aprender, aunque en más de
una ocasión uno haya querido perderse en una isla desierta, o que se perdiera
algún otro.
El hombre es social por naturaleza. En
consecuencia, si quiero crecer como persona; si quiero desarrollar todas mis
potencialidad; y si, en definitiva, lo que busca en la perfección o excelencia.
Necesito de los demás, porque cuando formo parte de un grupo, familia,
comunidad… esa convivencia me enseña unas normas, aprendo a respetar, a
escuchar, a dialogar… Es decir, la convivencia me permite adquirir una serie de
virtudes que me hacen crecer como persona.
No es lo mismo la relación que establecemos con un
compañero de trabajo o de estudios; con un amigo; o con la persona amada. Sin
embargo, en todos ellos hay algo en común, nos obligan a salir de nosotros.
Cambiamos el centro de gravedad del “yo” al “tu”, trasformándolo en un
nosotros. La relación con los demás abre horizontes. Ensancha nuestro mundo, lo
enriquece. Los problemas se minimizan. Salimos de nosotros mismos al reconocer
en el otro alguien que me complementa.
Y esto, que es fundamental para nuestro crecimiento personal, también lo es
para nuestro crecimiento espiritual. Dios no ha querido salvarnos
individualmente; ha querido que formemos una sola familia; un cuerpo; una
comunidad; que es la Iglesia. Todos
nosotros … hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo
cuerpo … El cuerpo tiene muchos miembros, no uno solo (1 Co 12, 13-14).
Formamos un solo cuerpo. Como los que escalan una
montaña están encordados, también los cristianos estamos unidos unos a otros. Hay
unos vasos comunicantes entre todos los bautizados, de tal forma que el bien de
los demás es un bien para mí; que la santidad de los demás influye en mí y la
mía en los demás. Y todo esto forma la comunión de la Iglesia que se realiza en
la Eucaristía.
La comunión eclesial nace del
encuentro con el Hijo de Dios, Jesucristo, que en el anuncio de la Iglesia
llega a los hombres y crea la comunión con Él mismo y por tanto con el Padre y
con el Espíritu Santo… La Iglesia se convierte en “comunión” a partir de la
Eucaristía, en la que Cristo, presente en el pan y en el vino, con su
sacrificio de amor edifica a la Iglesia como cuerpo suyo, uniéndonos al Dios
uno y trino y entre nosotros[1].

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