La carne consagrada
Bajó el Espíritu Santo sobre Jesucristo, porque era como el principio
de nuestra especie para estar primero en Él, el cual no lo recibió para sí,
sino para nosotros (San
Juan Crisóstomo)
La fiesta del
bautismo de Jesús es una fiesta un tanto extraña. Es frecuente que, en las
homilías de este día, se hable del sacramento del bautismo. Algo normal, porque
el hecho en sí del bautismo de Jesús resulta extraño. Si además añadimos el
descenso del Espíritu Santo, ya ni te cuento. Entonces el tema deriva hacia el
misterio de la Trinidad. También un recurso muy socorrido.
Sin embargo, que
Jesús haya sido ungido por el Espíritu Santo no es algo que tenga que dejarse
pasar sin más, entre otras cosas porque precisamente el nombre de “Cristo”
viene de aquí, de “Ungido”. ¿Y qué unge el Espíritu Santo en el Jordán? La
humanidad del Verbo, o mejor, su carne, y digo “carne” con intención y no
cuerpo.
Los antiguos
tuvieron mucho empeño en remarcar precisamente esto. Porque la unción o
consagración de la carne del Verbo por el Espíritu Santo en el Jordán indicaba,
primero que Dios se había hecho hombre verdadero, y no mera apariencia de hombre; segundo, significaba
la reconciliación de lo humano y lo divino. La unción del Verbo en el Jordán realiza
de modo perfecto en su humanidad, lo que hará progresivamente en el cristiano:
por un lado lo mueve a cumplir la voluntad del Padre y forma en él al hombre
nuevo. Es, en definitiva, el paso del primer Adán al segundo Adán; del hombre
viejo al hombre nuevo.
Todo esto tiene
unas consecuencias importantes. Así, a vuela pluma, se me ocurren al menos
estas:
Primero,
reconocemos que hemos sido creados en unidad de cuerpo y alma, ni una cosa
sola, ni la otra. Esto ¿qué significa? Fundamentalmente, que tengo que respetar
mi cuerpo, porque ha salido de las manos de Dios y también ha sido ungido, al
menos en el bautismo, si no también en la confirmación, por el Espíritu Santo.
Segundo, esta misma
efusión del Espíritu Santo y consagración de la carne, se realiza en la
Eucaristía, cuando el pan y el vino, es decir, algo material, recibe el
Espíritu y se convierte en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Así el creyente,
mediante la participación en la Eucaristía, participa en la divinidad por medio de la carne y sangre de Cristo.
En tercer lugar, la
unción de la carne explica la santidad del matrimonio y el sentido de la
virginidad y el celibato. El amor del hombre y de la mujer, amor que se expresa
en la unión conyugal, también es sagrado. La virginidad y el celibato, consagración
a Dios, anuncian la unión definitiva, esponsal, con Cristo tras la resurrección
de la carne.
Y cuarto, si Dios
quiere, antes de la muerte mi cuerpo también será ungido con el oleo de los
enfermos, indicando de esta forma que la carne, aunque pase por el trance de la
muerte, está llamada a la vida. Es decir que la separación del cuerpo y del
alma no es definitiva, por eso la Iglesia confiesa, en el credo, la
resurrección de la carne, revestida de
incorrupción.
Por tanto, la carne sin Espíritu de Dios esta muerta. Al
no tener vida, tampoco puede heredar el reino de Dios. La sangre destituida de
Espíritu es irracional, como agua derramada en tierra… En cambio, donde está el
Espíritu del Padre, allí el hombre viviente, la sangre racional custodiada para
ser custodiada por Dios, la carne poseída en herencia por el Espíritu: olvidada
de sí misma a fin de asumir la cualidad del Espíritu; hecha conforme con el
Verbo de Dios[1].

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