Y, sin embargo, vale la pena
… en el tema de la familia no se trata únicamente
de una determinada forma social, sino de la cuestión del hombre mismo; de la
cuestión sobre qué es el hombre y sobre lo que es preciso hacer para ser
hombres del modo justo (Benedicto XVI)
Era yo seminarista
cuando, uno de esos días de vacaciones, quedé con amigos del colegio. Lo
hacíamos de vez en cuando y siempre hablábamos de los temas más variados. En
una de esas conversaciones, como solía ser costumbre, salieron a relucir cuestiones
religiosas que daban lugar a intensos debates. En uno de estos, uno de mis
amigos, con cierta vehemencia me dijo: “No hables de libro”. La afirmación me
dejó algo bloqueado, pero me dio que pensar. Y cada vez que tengo que tratar
algún que otro tema, como el de hoy, me acuerdo de la anécdota.
No es fácil hablar
sobre el matrimonio y la familia. Sé que no es una cuestión sencilla y,
seguramente, más de una persona que lea esto se le abran viejas y nuevas
heridas. Cada vez son más las personas que han sufrido una separación
matrimonial. Y todavía no conozco ninguna que no tenga roto el corazón, lo que
demuestra que, en el matrimonio, hombre y mujer son una sola carne.
Alguna vez, cuando
alguien me ha felicitado por ser sacerdote porque, según dicen, hoy en día es
muy difícil, yo siempre pienso lo mismo, más difícil es vivir el matrimonio y
la familia con coherencia humana y cristiana, porque lo tienen todo en contra.
Trabajos imposibles de conciliar con la vida familiar; leyes que no protegen a
las madres embarazadas; falta una educación en el amor que forme a los jóvenes
en el respeto al propio cuerpo, que les hable de castidad antes y durante el
matrimonio, y un largo etcétera.
Si a esto le
añadimos las dificultades propias del mismo matrimonio, no digamos. La
necesidad de diálogo, es decir, silencio y escucha; respeto por y al otro;
sacrificio de los propios egoísmo y caprichos; paciencia; espera; alegría;
serenidad; comprensión… y aquí también un largo etcétera.
En el matrimonio y
en la familia hay momentos de grandes y pequeñas alegrías, de esperanzas, de
ilusiones, de sueños, de miradas, caricias y abrazos… Y también los hay de dolor,
de tristeza, de sufrimiento...
Y, todo esto, ¿vale
la pena? Estoy seguro que sí. Vale la pena el amor del hombre y de la mujer en
el matrimonio. Vale la pena la entrega de la vida por la persona amada. Vale la
pena, porque ese amor engendra vida, porque es una historia que se va entretejiendo
con los buenos y malos momentos. Y todos ellos forman un tapiz, con la imagen
de Cristo. Y con Él tenemos a la Sagrada Familia de Nazaret, donde el
matrimonio y la familia pueden encontrar el modelo de la entrega perfecta, del
amor verdadero.
Por misterioso designio de Dios, en ella vivió
escondido largos años el Hijo de Dios: es, pues, el prototipo y ejemplo de
todas las familias cristianas. Aquella familia, única en el mundo, que
transcurrió una existencia anónima y silenciosa en un pequeño pueblo de
Palestina; que fue probada por la pobreza, la persecución y el exilio; que
glorificó a Dios de manera incomparablemente alta y pura, no dejará de ayudar a
las familias cristianas, más aún, a todas las familias del mundo, para que sean
fieles a sus deberes cotidianos, para que sepan soportar las ansias y
tribulaciones de la vida, abriéndose generosamente a las necesidades de los
demás y cumpliendo gozosamente los planes de Dios sobre ellas[1].

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