¡Ahora comienzo!
El corazón del hombre es torpe y endurecido. Es preciso que Dios dé al
hombre un corazón nuevo. La conversión es primeramente una obra de la gracia de
Dios que hace volver a Él nuestros corazones… Dios es quien nos da la fuerza
para comenzar de nuevo (Catecismo de la Iglesia Católica 1432)
Desde hace algunas
semanas, leo en Religión en libertad
algunos relatos de conversiones. El caso de la actriz Debora Caprioglio que,
gracias a su marido y al Opus Dei,
regresa a la vida cristiana. También el de la bloguera atea estadounidense Leah
Libresco que se ha bautizado y recibido la confirmación. El protagonista de El último superviviente, para quien el
encuentro con la Madre Teresa de Calcuta cambió su vida. Cristina López
Schlichting que pasó de no tener fe a convertir a toda su familia, gracias a
las religiosas mercedarias y a Comunión y
Liberación. O también el caso, no menos sorprendente, de Kiko Argüello,
fundador del Camino Neocatecumenal,
que acaba de publicar El Kerygna, en las
chabolas con los pobres, donde cuenta su conversión.
Todos estos casos
de vuelta a la fe o a la vida cristiana, y muchos más, que no salen en los
medios, se están produciendo con más frecuencia de lo que pensamos. Algunos de
ellos por acontecimientos que han cambiado sus vidas, crisis personales,
enfermedades personales o de familiares queridos. Otros que tocaron fondo,
viviendo en un vacío existencial en el que, teniéndolo todo, nada tenía
sentido.
Y hay otras
conversiones, podríamos decir cotidianas, de los que día a día vivimos nuestra
fe y queremos ser santos. Conocemos nuestras debilidades. Sabemos que tenemos
pecados y miserias, de mayor o menor envergadura, da lo mismo. Sin embargo,
tanto en unos como en otros, hay un deseo grande por amar a Cristo. Una voluntad
que, movida por la gracia de Dios, busca identificarse con la voluntad de Dios.
La conversión puede
llegar gracias a un gran acontecimiento que te cambia la vida, pero también por
pequeños acontecimientos diarios, en los que descubrimos que todavía hay mucho
que cambiar y mejorar. Y esto es lo maravilloso de la vida cristiana que, en
cada tropiezo, puedo levantarme y comenzar de nuevo. En cada caída, puedo
decir: ¡Ahora comienzo!
El Señor me llama,
cada día, a una vida plena, a la santidad. Sólo hace falta que yo le escuche,
que no me cierre a esa palabra de amor que resuena en el interior de mi
corazón. Dios no se cansa de mí. Nunca tira la toalla, ni me da por imposible.
Ese Amor incondicional siempre está dispuesto a curar mis heridas, me levanta y
me sostiene en el camino.
¡No tengáis miedo! Cristo conoce “lo que hay dentro
del hombre”. ¡Sólo El lo conoce!...
Con frecuencia el hombre actual no sabe lo que lleva
dentro, en lo profundo de su ánimo, de su corazón. Muchas veces se siente
inseguro sobre el sentido de su vida en este mundo. Se siente invadido por la
duda que se transforma en desesperación. Permitid, pues, —os lo ruego, os lo
imploro con humildad y con confianza— permitid que Cristo hable al hombre.
¡Sólo El tiene palabras de vida, sí, de vida eterna![1].

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