Un gran misterio
… nadie ha odiado jamás su propia carne, sino que le da alimento y
calor, como Cristo hace con la Iglesia… Por eso dejará el hombre a su padre y a
su madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. Es este un gran
misterio… (San Pablo, Carta
a los Efesios 5, 29-32)
Cuando se casaron
debían tener más de treinta años. Fue un noviazgo rápido. Él había vivido
mucho, se podría decir que era un hombre de mundo. Dedicado a pequeños
negocios, ganaba lo suficiente para tener una vida desahogada. Era de
temperamento fuerte, que con el tiempo fue empeorando, hasta convertirse en una
persona de trato difícil. Llego un momento en que pocos, por no decir ninguno,
lo aguantaban.
Ella venía de una
familia acomodada. Había recibido muy buena formación humana y cristiana, que
practicaba con sinceridad. Tenía una profunda vida de oración y de intimidad
con Dios. Conoció a su marido después de una vocación frustrada, pero se había
casado enamorada.
No tuvieron hijos. Unos
negocios mal llevados los dejo casi arruinados. Con el paso de los años, la
relación se hizo cada vez más difícil. Había desprecio y humillación. Ella
quería vivir su fe. Él se tomaba a risa la religión, pensaba que era un engaño;
algo ridículo; un cuento para niños. El sufrimiento que padecía aquella mujer
era cada día mayor. Se planteó entonces abandonarlo. Pensaba que ya no podía
aguantar más. Si lo hubiera hecho, ¿quién podría habérselo reprochado? ¿quién
la habría condenado? Es más, posiblemente hubiera tenido toda la razón del
mundo.
Sin embargo, no lo
hizo. Y un día llegó la enfermedad. A él le detectaron un cáncer en estado
avanzado y con metástasis. Quedaba poco tiempo. Llegó el momento de la verdad. Ella
permaneció a su lado y lo cuidó con un cariño increíble. Aquello le abrió los
ojos a aquel hombre. Se confesó y recibió la unción de enfermos. Cuando murió,
en su rostro ya no había tristeza ni amargura. Había paz y felicidad. Se había
encontrado de nuevo con Dios.
Alguna vez me he
preguntado, ¿qué habría pasado si aquella mujer se hubiese marchado? No lo
sabremos nunca. Si sabemos que decidió libremente quedarse, igual que un día,
también libremente, prometió amor y fidelidad. Dios los había unido para que
fueran de la mano al cielo. Ella era frágil, pero su amor y su entrega
sacrificial, imagen de Cristo, fue más fuerte y redimió a un hombre que estaba
perdido.
En el consentimiento matrimonial los novios se llaman
con el propio nombre: ‘Yo, ... te
quiero a ti, ... como esposa (como esposo) y me entrego a ti, y prometo
serte fiel... todos los días de mi vida’. Semejante entrega obliga mucho más
intensa y profundamente que todo lo que puede ser ‘comprado’ a cualquier
precio. Doblando las rodillas ante el Padre, del cual proviene toda paternidad
y maternidad, los futuros padres se hacen conscientes de haber sido ‘redimidos’.
En efecto, han sido comprados a un precio elevado, al precio de la entrega más sincera posible, la sangre de Cristo, en la que
participan por medio del sacramento[1].

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