¿Quién puede salvarse?
No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un
mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su
destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre.
El discípulo de Jesús, siguiendo, mediante la adhesión por la fe, a aquél que
es la Sabiduría encarnada, se hace verdaderamente discípulo de Dios (Juan Pablo II)
La señora Luisa
rondaba los ochenta años. Había vivido en el barrio toda la vida. Era de las
asiduas en la parroquia donde yo estaba de pastoral. Rezaba el rosario y
después la Misa. Sin embargo, desde hacía unas semanas estaba preocupada. Algo
le rondaba por la cabeza. El obispo había estado en la parroquia para presentar
el Catecismo de la Iglesia Católica. La señora Luisa se compró uno, pero algo
le creaba un poco de angustia. Al final, se decidió a resolver ese problema,
que tanto la preocupaba, preguntando al párroco.
Un día, después de
rezar el rosario y antes de la Misa, entró en la sacristía con el Catecismo de
la Iglesia Católica en la mano. Preguntó al párroco: Don José, ¿hay que aprenderse esto para ir al cielo?
¿Qué hay que hacer
para salvarse? La respuesta ya la dio el Padre Loring. No pretendo pisarle el
terreno. Mi intención es otra. A veces tengo la impresión, quizás me esté
proyectando, de que caemos en una especie de estrés devocional, o en un
triatlon espiritual, o en algo parecido a un maratón místico. Hago oración,
rezo el rosario, voy a Misa, hago, hago, hago, como si quisiera comprar mi
salvación…. Es ese cumplimiento (cumplo y
miento) que me lleva a olvidar lo
fundamental, amar a Dios y no buscarme en las cosas de Dios.
Cuando el joven
rico pregunta a Jesús sobre lo que tiene que hacer para ganar la vida eterna, y
el Señor le dice: “cumple los mandamientos”, aquel joven debió pensar, “ya
verás, te voy a dejar con la boca abierta”. Maestro,
todo eso lo he cumplido desde pequeño… (Marcos 10, 20). Y el que se quedó
con la boca abierta fue él. ¡Pobre! Había caído en la trampa de la ley. …al hacer de la práctica de la ley condición
para la salvación, nos instalamos en una lógica según la cual la salvación no
proviene del amor gratuito de Dios manifestado en Cristo, sino de las obras
realizadas por el hombre[1].
La trampa de la
ley, ese hacer, el cumplimiento, me lleva a creer que todo depende de mis fuerzas. ¡Qué
sí!, que Dios cuenta conmigo, con mi correspondencia a la gracia, con mi
respuesta libre. Eso está claro. Sin embargo, no puedo caer en esa especie de
relación mercantilista con Dios, que no se basa en el amor ni en la confianza
en la misericordia divina, sino en el temor.
Cuentan de un
hombre que al morir se presentó ante San Pedro. Éste le dijo: Mira, para entrar en el cielo tiene que
conseguir 1.000 puntos. Así que ve diciendo todo lo que has hecho y vamos
sumando. Aquel hombre, un poco desconcertado, empezó: Pues, vamos a ver. He ido a Misa todos los días de diario desde que
tengo quince años. San Pedro saca la calculadora y dice: ¡medio punto! Bueno, dice el otro con cara de susto, también he rezado rosarios… incontables. Tengo hasta los dedos
desgastados. Dice San Pedro, calcula
cuántos. Responde el hombre, unos cien
mil. Parece un poco exagerado,
contesta San Pedro, pero démoslo por
bueno y calculemos. Toma la calculadora, teclea: 0,75 puntos (sumado a lo
anterior). Aquel hombre empieza a sudar: También
me he flagelado… tengo la espalda como un colador… Y he leído todas las vidas
de los santos, incluida la del Cura de Ars, hacia delante, hacia atrás, en
español, inglés, italiano, chino. De nuevo calcula San Pedro: 0,90.
Después de cinco
horas hablando, sin saber que inventarse, se tira al suelo y dice: No, no, esto es imposible. Señor, o me metes
tú, o yo no puedo entrar. Y en ese momento suena la campana: ¡1.000 puntos! Para dentro[2].

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