¿Un mundo feliz, un mundo sin Dios?
Donde
está Dios, ahí hay futuro. Debería tratarse del hecho de que Dios vuelva a
nuestro horizonte, este Dios tan a menudo totalmente ausente, a quien sin
embargo necesitamos tanto (Benedicto XVI)
En el año 632 de la
era de Ford, el mundo vivía en paz, felicidad y tranquilidad. El ser humano
había llegado a un alto grado de perfección. La ingeniería genética había
conseguido producir un tipo de hombre que se ajustaba, perfectamente, a las
diversas necesidades que tiene la sociedad.
Aquí todo está
programado. La educación, el ocio, las vacaciones, la diversión y la
reproducción de los seres humanos. No hay ni familias, ni hogares, ya no son
necesarios. Todo el tiempo ocupado para no pensar. Y si a alguno le da por
pensar, entonces es suficiente con tomar un poco de “soma”, que te permite
evadirte el tiempo que quieras, sin el peligro que tienen las drogas y el
alcohol. Así es Un mundo feliz de
Aldous Huxley.
La novela quería
ser una denuncia de los Estados totalitarios que, sin ejercer coerción alguna
sobre sus súbditos, consigue controlar a sus ciudadanos, hasta el punto de que
estos se someten totalmente y de forma servil a sus gobernantes.
Cuando comencé esta
serie de post, a propósito del próximo Sínodo, decía que la tercera causa de la
progresiva secularización que estamos padeciendo, es el laicismo. No me refiero
a ese laicismo agresivo, diríamos soez, que sale a la calle con pancartas e
insultos contra la Iglesia. Éste muestra claramente sus intenciones.
Hay otro tipo de
laicismo, mucho más perverso, porque se presente bajo la apariencia de bien, de
ciencia, de progreso…, que poco a poco va penetrando en la sociedad y
trasformado al hombre, y cuyo resultado final podría ser el narrado por Huxley
en Un mundo feliz.
Este tipo de
laicismo busca influir en los distintos ámbitos de la sociedad y diseñar una
nueva humanidad. Así sucede en la educación, un ejemplo claro es la famosa
educación para la ciudadanía. En la cultura, por ejemplo en la manipulación del
lenguaje modificando los valores morales. En la creación de una nueva
mentalidad, me parece evidente la ideología de género. Y en la ciencia, donde se
considera que todo lo que puede hacer la ciencia es ético, por ejemplo los
“bebes medicamento”.
Algunas de las
manifestaciones de este proceso serían, según expone Dalmacio Negro en su libro
El mito del hombre nuevo, las
siguientes[1].
Primero la mitificación de la juventud,
que se caracteriza, entre otras cosas, por la mala educación y la pérdida de
autoridad, y por la aversión a la ancianidad. Segundo, las bioideología, que conciben la naturaleza humana sólo y
exclusivamente como producto de la biología. Aquí se sitúa, por ejemplo, el
feminismo. Y, por último, las derivaciones
de las psicologías humanistas, que se reflejan en la tendencia a las
religiones orientales, como el budismo, y a la Nueva Era.
No hace falta ser
un analista muy perspicaz para darse cuenta de que la cultura occidental, y
singularmente la española, está sufriendo cambios profundos. Algunos para bien;
otros, para mal. La cuestión, entonces, es si seremos capaces de mostrar que se
puede construir algo distinto.
Este sentimiento que tenemos todos de ser los testigos de
un crepúsculo sin ninguna promesa de aurora, ese horror que nos aprieta a veces
la garganta, de que esta civilización del Occidente cristiano, tan rica en
obras de todos los órdenes y que, a pesar de tantos crímenes, ha hecho tanto
por el reino de Cristo y ha dado tan bellos frutos de santidad, de que esta
civilización toca a su fin y está a cada instante amenazada de ser destruida de
un solo golpe, ese sentimiento nos hace de difícil práctica, es difícil
convenir en ello, la fe que debemos, sin embargo, alimentar en nosotros, ¡la fe
en la unidad de todos los hombres en Cristo! Nosotros no podemos, como San
Agustín podía hacerlo en sus últimos días, cuando el mundo romano crujía por
todas partes, no podemos ver en los bárbaros próximos a sepultarnos, una
inmensa cosecha viva y destinada a la Iglesia. Pues nuestros bárbaros no son
bárbaros. Estos enemigos de Occidente han sido cristianos y ya no lo son. Han
conocido a Cristo y le han rechazado, y han decretado la muerte de Dios.
¿De quien es la culpa? ¿Podemos
dudarlo? El Occidente cristiano ha faltado a su vocación, he aquí la verdad.
Desgracia para él porque no ha evangelizado sino a medias. Dios ha tenido
necesidad de los hombres, y los hombres se han servido de Dios, esto lo dice
todo[2].

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