La sombra del relativismo es alargada
… el relativismo, es decir el dejarse llevar “de aquí hacia allá por
cualquier tipo de doctrina”, aparece como la única aproximación a la altura de
los tiempos hodiernos. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no
reconoce nada como definitivo y que deja como última media solo el propio yo y
sus ganas (Cardenal Joseph Ratzinger)
Comencé esta serie
de post, con motivo del próximo Sínodo sobre la Nueva Evangelización, poniendo
en evidencia tres causas que están detrás de la crisis de fe que, actualmente,
viven muchos católicos, según afirma el Papa en la carta Porta fidei[1]. La primera de estas causas, ya
comentada en el post anterior fue La
tentación permanente del secularismo. Ahora me quiero centrar en la segunda
causa, unida a la anterior, el
relativismo.
A este propósito, cuenta
Claudio Magris que, allá por 1988, en una visita que hizo a La Haya, se
encontró con una “fiesta o feria universal de la tolerancia” que se celebraba
en la plaza mayor de aquella ciudad. En incontables casetas, tenderetes,
exposiciones…, había una gran multitud que exhibía, exponían y anunciaban
distintas religiones, doctrinas, principios políticos, etc., etc. Cada uno de ellos decía lo que le parecía y
anunciaba su verdad[2].
En aquella feria
todos eran tolerantes con todos. Ninguno era más o tenía más razón que otros.
Ser tolerante, en aquella fiesta como para muchos otros, significa renunciar a
hacer juicios de valor, es decir, no se puede juzgar sobre la bondad o maldad
de los actos humanos. ¿Por qué? Porque los actos humanos son buenos o malos
dependiendo del valor que les dé el que los realiza.
Pongamos un ejemplo
que se entenderá muy bien. Un terrorista considera que matar es un acto bueno,
porque el fin que persigue, para él, en
su opinión, de acuerdo a su verdad o sus creencia, es bueno. Otro, también según su verdad, o bien según su cultura o sus valores, puede
pensar que es malo. ¿Quién tiene razón? En la ‘feria de la tolerancia’ los dos,
por supuesto.
En consecuencia, no
hay verdad, sino verdades, tantas como individuos y aún más, pues un mismo
individuo puedo variar su verdad según sus sentimientos, el momento, las
circunstancias, la conveniencia y lo políticamente correcto. Incluso, podríamos
decidir por votación, ‘democráticamente’ dirán algunos, lo que es verdad o no,
lo que es bueno o malo…
La verdad es algo controvertido. Por eso al intento de
imponer a todos lo que una parte de los ciudadanos juzga como ‘verdad’ se le
considera un avasallamiento de las conciencias: el concepto de verdad viene
relegado al ámbito de la intolerancia y de lo antidemocrática. La verdad no es
un bien ‘público’, sino únicamente ‘privado’, o, a lo sumo ‘de parte’, pero
nunca universal[3].
Aquello que contaba
Magris con cierta sorpresa, se ha convertido en algo normal. No me refiero a
que se celebren “fiestas de la tolerancia”, si no a que cada uno “anuncie su
verdad”. Y pobre del que no lo acepte o lo juzgue como erróneo, porque entonces
aquellos que defienden esa tolerancia, mostraran su rostro más intolerante. Así,
el laicismo encuentra un fundamento ideológico para presentar el cristianismo
como enemigo de la libertad, de la tolerancia y del progreso.
Es por completo evidente que se está extendiendo una nueva
intolerancia. Hay parámetros acostumbrados del pensamiento que se quieren
imponer a todos. Así, pues, se los anuncia en la llamada ‘tolerancia negativa’,
por ejemplo, cuando se dice que, en virtud de la tolerancia negativa, no debe
haber cruz alguna en los edificios públicos. En el fondo, lo que experimentamos
con eso es la supresión de la tolerancia, pues significa que la religión, que
la fe cristiana, no puede manifestarse de forma visible[4].
[1] Porta fidei, 2. Ver: http://andresmartinezesteban.blogspot.com.es/2012/08/el-cisma-sumergido.html
[2] Claudio
Magris, La historia no ha terminado,
9.
[3] Joseph
Ratzinger, Conferencia en Bratislaba (21
marzo 1992).
[4] Benedicto
XVI, Luz del mundo, 65.

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