El cisma sumergido
Ese modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso? … Desde
entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él.
Entonces Jesús les dijo a los Doce: ‘¿También vosotros queréis marcharos?’ (Juan 6, 60-70)
Hace años, Jaime
Campmany publicó una columna en el ABC
titulada “El cisma sumergido”. Aquí se hacía eco del libro homónimo publicado
por el profesor italiano Pietro Prini donde constataba un hecho: en la Iglesia
católica se estaba produciendo un cisma, distinto a los que se habían producido
siglos antes, pero con la misma fuerza, o incluso mayor.
Sin embargo, el
actual no era un cisma provocado por disputas teológicas, sino que era el
resultado de una desafección, cada vez mayor, por parte de los católicos
normales y corrientes, a las normas morales y a las enseñanzas de la Iglesia.
Éstas, según estos autores, cada vez tienen menos influencia en la vida de los
creyentes, o bien los propios católicos las han dejado de lado, porque no están
adaptadas a las nuevas formas de vida, no son “actuales”.
He recordado este
artículo a propósito del año de la fe, que comenzará el próximo 12 de octubre.
Es la respuesta del Papa a un problema, la secularización, que avanza con gran
rapidez y que está provocando ese cisma sumergido.
Mientras que en el pasado era posible reconocer un
tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de
la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en
vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta
a muchas personas[1].
Y ¿cuáles son las causas
de esta secularización? Son tantas. ¿Por dónde empezar? Quizás sea bueno comenzar
mirando la viga en el propio ojo.
En primer lugar
podríamos mencionar una “crisis” en el seno de la propia Iglesia, o mejor y
para ser más exactos, crisis de vida cristiana de los propios creyentes, que se
manifiesta en crisis del pensamiento filosófico y teológico; crisis de vida
espiritual; crisis de santidad; banalización del misterio y de los sacramentos.
Todo esto se podría resumir en una pregunta que a mí, personalmente, me
cuestiona mucho: ¿muestro con mi vida la belleza del cristianismo?
Después se podría
hablar de crisis social, cultural… y personal, consecuencia, esta última, del
pecado que imposibilita al hombre el acceso a la verdad. Y, en cuanto a las dos
primeras, esas crisis tienen un nombre: relativismo.
Y, por último, ¿se
podría hablar de una conjura anticristiana y de una persecución contra la
Iglesia? Sí y, posiblemente, mucho más perniciosa que una persecución
sistemática y pública como la que hubo en España durante la II República y la
guerra civil; y distinta a la que se produjo y se sigue produciendo en los
países comunistas e islámicos. ¿Por qué es más peligrosa? Porque consigue
dormir las conciencias y hace que los cambios culturales que se están
produciendo en Occidente, y más en concreto en España, se vean como algo
normal, fruto del progreso. Esto también tiene un nombre: laicismo.
Son causas que están
íntimamente unidas, por lo que unas son causas y efectos de otras y viceversa.
Quizás por esto, y por mucho más, el Papa ha querido que este año de la fe
comience con un Sínodo para la Nueva Evangelización, de esa manera toda la Iglesia podría adquirir
una ‘exacta conciencia de su fe, para reanimarla, para purificarla, para
confirmarla y para confesarla’[2].

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