Creer o no creer, esta es la cuestión
Si Dios ha hablado efectivamente, creer no es solamente bueno; es que
en la fe llega a su realización aquello en que consiste el ser bueno y la
perfección o acabamiento del hombre (Josef Piper)
Se dice del santo que “no nace, sino que se hace”.
También podríamos decir lo mismo del ateo o del agnóstico, “no nacen, sino que
se hacen”. Ahora bien, entre el primer caso y los segundos hay una diferencia.
En el caso del santo, hay una potencialidad. Me explico. Si bien es cierto que
nadie nace siendo un santo, también lo es que todos, absolutamente todos,
nacemos con la posibilidad de llegar a la santidad. ¿Por qué? Por una razón muy
sencilla, porque el hombre es religioso por naturaleza. En consecuencia, todos
nosotros, por el hecho de ser criaturas, tendemos naturalmente a Dios.
Sin embargo, en el
caso del ateo o del agnósticos, no es así. No existe una tendencia natural a
negar a Dios o a dudar de su existencia. Esto siempre es fruto de una decisión
de la voluntad, que puede tener muchas causas, pero siempre se debe a lo que
podríamos llamar una opción intelectual.
Hay en el hombre
una apertura constitutiva a Dios, que se manifiesta en el deseo de felicidad,
belleza, de paz, de amor. Hay una necesidad de sentido y un ansia de
inmortalidad. Al mismo tiempo, la propia limitación del hombre, pone de
manifiesto que en su poder no está cumplir esos deseos. Y siempre que parece
colmarlo, queda una especie de insatisfacción que no se explica.
Cuántas veces en la
cercanía a Dios, no habré sentido esa paz, esa felicidad y esa alegría que
tanto deseo. Y cuántas veces, cuando me he apartado de Él, en mi vida no ha
habido más que oscuridad. ¿No tendré entonces que echar las cuentas? No tengo
que pensar mucho para reconocer donde está el camino que me hace feliz.
Creer es encontrar
la respuesta a los deseos que hay en el corazón del hombre. Una respuesta que
el hombre no se da a sí mismo, como una especie de autosugestión. Mediante el
acto de fe, el hombre sale de sí y participa en la misma vida divina. Así
descubre el sentido de su vida, aquello a lo que está llamado, a ser y vivir
como hijo de Dios. Y esto es lo que me llena.
Bien
sabe la Iglesia que sólo Dios, al que ella sirve, responde a las aspiraciones
más profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente con solos
los alimentos terrenos. Sabe también que el hombre, atraído sin cesar por el
Espíritu de Dios, nunca jamás será del todo indiferente ante el problema
religioso… Siempre deseará el hombre saber, al menos confusamente, el sentido
de su vida, de su acción y de su muerte. La presencia misma de la Iglesia le
recuerda al hombre tales problemas; pero es sólo Dios, quien creó al hombre a
su imagen y lo redimió del pecado, el que puede dar respuesta cabal a estas preguntas,
y ello por medio de la Revelación en su Hijo, que se hizo hombre[1].

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