Elogio a la debilidad
... Por
eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las
persecuciones, y las angustias sufridas por Cristo; pues cuando soy débil,
entonces es cuando soy fuerte (2 Corintios 12, 9-10)
Hace tiempo, un amigo me recomendó el libro El síndrome del perfeccionista: el anancástico[1].
Me pareció un libro magnífico, muy sugerente para conocerse uno mismo y para
entender muchas actitudes propias y ajenas. Pensé entonces escribir un post
sobre lo que más teme el perfeccionista, que es mostrar su fragilidad, sus
imperfecciones y, en consecuencia, sus puntos débiles.
Y ¿por qué escribir sobre esto? Hoy en día se habla tanto de
excelencia, de dar el máximo, de ser el mejor, incluso desde el punto de vista
cristiano, de llegar a ser santo, que hablar de debilidad, imperfección, parece
no sólo políticamente incorrecto, sino contrario a lo que debería ser la
aspiración de cualquier persona y de todo cristiano, la perfección, la santidad.
Pues bien, espero que nadie se escandalice por lo que voy a escribir a
continuación, pero yo cada vez estoy más convencido de que hay que dar gracias
a Dios por las propias debilidades, por los propios defectos, incluso por los
pecados. ¿Cómo? Sí, has leído bien, por los propios pecados. Pero, ¿pecar no es
malo? Sí. ¿El pecado no nos aparta de Dios? Sí. ¿Estás diciendo que hay que
pecar? ¡No!
Me explico. No pretendo justificar con esto aquel dicho: “soy humano,
me equivoco”, o “errar es humano”. Claro que el pecado es un mal, por supuesto;
y, está claro, que nos aparta de Dios; y es evidente que el Señor no quiere que
pequemos.
Ahora bien, hay un hecho claro, pecamos, incluso los santos han pecado.
Y cuando reconozco esto, puedo pedir perdón y perdonar; pedir ayuda; ser
consciente de mis límites y mis capacidades. Mientras que si me encierro en mí;
si pretendo hacerlo todo con mis propias fuerzas; si no me dejo ayudar, y no
busco la gracia de Dios y la ayuda de los demás, entonces, convertiré el
cristianismo en una carrera de obstáculos y no en una relación de amor con
Cristo.
…en la medida en que crece nuestra unión
con el Señor y se intensifica nuestra oración, también nosotros vamos a lo
esencial y comprendemos que no es el poder de nuestros medios, de nuestras
virtudes, de nuestras capacidades lo que realiza el Reino de Dios, sino es Dios
que obra maravillas a través de nuestra debilidad, de nuestra insuficiencia a
lo encomendado. Debemos, por tanto, tener la humildad para no confiar
simplemente en nosotros mismos, sino de trabajar, con la ayuda del Señor, en la
viña del Señor, confiándonos en Él como frágiles ‘vasos de barro’[2].
Además, ser consciente de las
debilidades me hace humilde. No me fío de mis propias fuerzas. No pienso que
por haber superado una tentación; porque hago tantas horas de oración al día; porque
rezo muchos rosarios; porque soy el que más cosas hace en la parroquia, en
casa, en el trabajo, en la universidad…; porque soy el más comprometido con
todo y con todos, soy santo perdido. “Baja Modesto, que subo yo”, podría decir
alguien.
Reconocer
que soy débil, me ayuda a crecer. Tengo un camino que recorrer, donde puedo
tropezar y me puedo caer, pero porque sé que esto me puede suceder, cuando
suceda, no me asustaré, ni me echaré las manos a la cabeza, ni me dejaré llevar
por la tristeza o la desesperanza. Cuando caiga, me levantaré y comenzaré de
nuevo.
Vivir
así me ayuda a entender que soy vulnerable, y que no puedo ocupar el puesto de
Dios. Hay cosas que se escapan a mis previsiones. Uno no se toma demasiado en
serio. Relativizo los defectos e imperfecciones de los demás, y soy más
compasivo con sus pecados, porque yo también peco, porque soy débil, porque
tengo fragilidades, porque soy como una vasija de barro que, en cualquier
momento, se puede romper, aunque eso no evita que me duela y ponga los medios,
con la ayuda de Dios, para mejorar.
La
excelencia consiste en que cada uno acepte sus límites…Ciertamente es
conveniente agrandar sin cesar el espíritu, el horizonte o el coraje, pero
aplicándose en tareas precisas y en consecuencia modestas, aceptando las
lagunas necesarias y los fallos. Es bueno no hacerse ilusiones sobre uno mismo,
percibir nuestras zonas de sombra, nuestros recovecos más íntimos, como se
haría con una vieja mansión recibida en herencia y fuera poco sólida[3].

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