“Acostumbrase” a la misa
Lo que deseo es el pan de Dios,
que es la carne de Jesucristo, de la descendencia de David, y la bebida de su
sangre, que es la caridad incorruptible (San
Ignacio de Antioquía)
Cuenta Ryszard
Kapuscinski, en su conocido libro Ébano,
que durante su viaje por Centroáfrica lo acompañó un misionero dominico, el
padre Stanislaw Gurgul. Llegaron a Bertúa, donde los recibió otro misionero, el
padre Jan. Al día siguiente de su llegada, avisaron, con un tapacubos que hacía
las veces de campana, el comienzo de la misa en la parroquia. Asistieron dos
personas además de los sacerdotes, Kapuscinski y un niño.
Siempre me han
impresionado esos testimonios de misioneros, donde narran las dificultades para
llegar a aldeas y celebrar la Eucaristía. O aquellos otros relatos, donde la
gente, hombres, mujeres y niños de todas las edades, recorren kilómetros para
llegar a la parroquia un domingo y participar en la misa. Detrás de esto hay un
hambre de Dios que asombra, como la de aquella multitud que comió de los panes
que el Señor multiplicó.
¿Y aquí?, donde es
tan fácil acudir a misa. Hay tantas y tan a mano. Y, sin embargo, cuántas
excusas y cuántas pegas. Parece como si nos hubiéramos acostumbrado a Dios.
Está tan próximo y tan disponible, que ya no valoramos algo tan gran y tan
bello, como es esa cercanía del Señor en la Eucaristía.
Recuerdo cuando un
compañero rumano, que estudió conmigo en el Seminario, contaba con una emoción
inmensa la misa de Navidad que celebraron en su ciudad natal, después de años y
años sin poder celebrar la Eucaristía públicamente. Estaban a muchos grados
bajo cero, y como el gobierno comunista nos les dejó ninguna iglesia, tuvieron
que quedarse en la calle. A pesar del inmenso frío, la plaza donde celebraron
la misa se llenó.
Si la misa es algo
tan fundamental, entonces ¿por qué, a veces, nos resulta tan rutinaria, por no
decir aburrida? Si realmente lo necesito, ¿cómo me preparo para asistir a la misa?
Si de verdad me importa, ¿llego con tiempo para leer y meditar las lecturas? Si
la valoro, ¿entiendo cada parte de la misa como si en ello me fuera la vida? Y,
si reconozco que ahí está Dios, ¿soy consciente de lo que significa recibir la
Eucaristía?
Al final, todo
esto, como siempre, es una cuestión de amor. La medida de mi amor a Dios me la
da el deseo de asistir a la Eucaristía. Sucede lo mismo que a las personas
enamoradas. Quieren estar siempre juntas y la sola idea de la separación les
rompe el corazón. Y yo, que hasta que no esté en el cielo, no voy a estar tan
unido a Dios como en la Eucaristía, ¿no debería tener un deseo infinito por
recibirlo?
Jesús lo ha dado todo: ‘los
amó hasta el extremo’ (Jn 13, 1), hasta el ‘todo está cumplido’ (Jn 19, 30). Y
el Padre amó tanto al mundo que dio a su Hijo unigénito (Jn 3, 16). Darse todo
como un pan para ser comido por la vida del mundo (Jn 6, 51). Jesús dijo:
‘Siento compasión de la gente’ (Mt 15, 32). La multiplicación de los panes fue
un anuncio, un signo de la Eucaristía que Jesús instituiría poco después[1].

Comentarios
Publicar un comentario