Una constante provocación
Juan es hombre y Cristo es Dios… Para que se humille el hombre, Juan
nació en la fecha en que los días comienzan a decrecer. Para que sea exaltado
Dios, Cristo nació en la fecha en que los días comienzan a crecer. ¡Misterio grandioso!(San Agustín)
Esta mañana, en un
programa de radio hablaron sobre la fiesta de San Juan, o mejor, sobre “la
noche de San Juan”. En esto ha quedado esta solemnidad. No es que sea algo
malo, claro que no, pero quizás sería bueno recordar que celebramos la fiesta
del nacimiento del último de los profetas, precisamente aquel que anuncia la
venida del Verbo.
Sin embargo, el
profeta es alguien incómodo. Parece que vive fuera de la realidad. La imagen
que tenemos de ellos, por ejemplo, de los profetas del Antiguo Testamento,
Samuel, Elías, Eliseo, Isaías…, es la de personas de otro mundo. Aquí no
encajan, quizás por eso, los situamos en el desierto, viviendo en cuevas,
peregrinando de un lado a otro. Llevan una forma de vida radical, más admirable
que imitable, e incluso molesta, porque son una constante provocación a nuestra
conciencia dormida.
No digo con esto
que estemos viviendo siempre en pecado; o que llevemos una vida disoluta, tipo
Herodes. Sin embargo, con facilidad nos acomodamos. Quien más, quien menos,
tenemos la tentación de adaptar la Palabra de Dios a nuestros intereses. “Esto
no es para mí”; “eso otro hay que interpretarlo”; “aquello hay que entenderlo
en el contexto de la época”; “no quiso decir esto, sino eso otro”; etc., etc.
El profeta es un
elegido de Dios para despertar la conciencia, pero su misión conlleva siempre
una cierta frustración. No sólo porque su mensaje, con frecuencia, no se
entiende, sino porque es consciente de que él es sólo un instrumento.
Posiblemente, nunca verá el fruto de su predicación. Muchos lo mirarán como a un
loco. Sin embargo, el profeta sabe que tiene que sembrar. Otro cosechará.
Cuando pase el
tiempo, se descubrirá que sus palabras eran voz de la Palabra de Dios que crea
y redime, porque la mirada del profeta trasciende el presente. No es un
vidente, que echa las cartas para saber qué va a pasar. El profeta descubre, en
los acontecimientos cotidianos, el plan de Dios para cada hombre. Muestra que
la vida de los hombres, que todo lo que sucede, bueno o malo, tiene un sentido.
Hay, en el profeta,
dos características que lo hacen ser un hombre de Dios. Primera, escucha la
Palabra. Segunda, es testigo de la verdad. Una y otra aparecen en Juan el
Bautista. Él es la voz que grita en el desierto y el que entrega la vida por la
verdad.
La Palabra que permanece envió las voces, y, después de
haber enviado por delante muchas voces, vino la misma Palabra en su voz, en su
carne… Recoge, pues, como en una unidad todas las voces que antecedieron a la
Palabra y resúmelas en la persona de Juan… Con razón, por tanto, se le llama
voz, cual sello y misterio de todas las voces[1].
Ser voz supone
escuchar la Palabra, ser persona de oración. Dejar que la Palabra de Dios
penetre en la propia vida; la ilumine; y la transforme. Escuchar la Palabra
significa abrirse a la gracia de Dios para que actúe y convierta el corazón. Es
entrar en el misterio de Dios y responder a esa Palabra con todo el ser.
Y ser testigo de la
verdad significa vivir en coherencia con lo que se anuncia. Conlleva vivir con
la conciencia clara de que las obras se tienen que corresponder con las
palabras, y viceversa, aunque sea a costa de la propia vida. Es, en definitiva,
vivir de cara a Dios y de cara a los hombres, sin miedo al que dirán, o qué
pensarán. El profeta no arriesga su vida por un ideal, ni por una utopía, ni
por una reivindicación política o social, sino por una persona.
Como
un auténtico profeta, Juan dio testimonio de la verdad sin compromisos.
Denunció las transgresiones a los mandamientos de Dios, incluso cuando los
protagonistas de las mismas eran potentes. De este modo, pagó con la vida la
acusación de adulterio a Herodes y Herodías, sellando con el martirio su servicio
a Cristo, que es la Verdad en persona[2].
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