Lo que de verdad importa
... si no se es capaz de integrar la muerte en el curso de la existencia y
vislumbrar su sentido, nunca se alcanzará una vida auténticamente lograda... (Alejandro Llano)
Cuenta
Pablo Domínguez que, en cierta ocasión, invitaron al filófoso Julián Marías a
dar una conferencia a la reunión anual de obispos y teólogos de España. Al llegar el turno de preguntas, uno de los
asistentes levantó la mano y dijo: ‘Don Julián, yo creo que usted nunca habrá
tenido delante a tanto obispo y a tanto sacerdote juntos. Pues bien, si tuviera
usted que predicarles, ¿de qué les hablaría?... ‘Les hablaría de la muerte’. Y
empezó a hablar de la muerte, afirmando: ‘Ustedes se van a morir. ¿Es obvio,
no?’ Los asistentes se reían un poco al principio, pero el dijo: ‘No se rían,
no se rían. ¡Es que nadie se lo cree! Todo el mundo vive como si no se fuese
morir. ¡Pues se van a morir!’[1].
Nos
guste o no, ésta es la cruda realidad. Todos vamos a morir. La cuestión
entonces es cómo vivo esta realidad. Y esto no es algo circunstancial; algo en
lo que pensar cuando uno está deprimido o las cosas van mal. Porque según
vivamos, así moriremos; según la idea que tengamos de la muerte y de lo que hay
después de la muerte, viviremos de una forma o de otra. Si somos conscientes de
que, después de esta vida, hay un juicio, es decir, que nuestros actos no son
indiferentes, sino que tienen consecuencias; si tenemos la esperanza en la vida
eterna, entonces viviremos de una determinada manera.
Meditar
en la muerte no es algo trágico o algo ‘morboso’, como cuando uno visita la
famosa cripta de los capuchinos en Roma, la Iglesia de la Inmaculada, que está
decorada con esqueletos. No se trata de esto. Tampoco se trata de tener un sentido
trágico de la vida; estar triste; vestir de negro; y encerrarse en casa en
espera del destino final. Todo lo contrario. Nietzsche escribió en cierta ocasión: Si el hombre ve hondo en la vida, también ve hondo en el sufrimiento.
Podemos decir lo mismo de la muerte: quien conoce su finitud; quien vive
sabiendo que va a morir, sabe realmente vivir.
El
testimonio de Etty Hillesum nos puede ayudar a entender esto. Esta joven judía
vivió en Holanda hasta que fue deportada a Auschwitz en 1942. Dejó escritos unos
diarios donde relató como vivió la persecución judía y su traslado al campo de
concentración donde iba a morir.
Cuando digo: ‘he saldado las cuentas con la vida’,
quiero decir con esto: la posibilidad de la muerte la tengo totalmente
presente. Mi vida se ha ampliado de tal manera que miro la muerte, la
perdición, a los ojos y las acepto como una parte de la vida. Suena casi
paradójico: cuando uno deja fuera de su vida la muerte, la vida nunca es plena,
y cuando se incluye la muerte en la vida, uno la amplía y enriquece... Todo es
realmente muy simple. No se necesitan profundas observaciones. Inesperadamente
ha aparecido la muerte en mi vida, grande y sencilla, como algo natural y casi
sin hacer ruido alguno. Ha logrado hacerse un sitio ahí y ahora sé que forma
parte de la vida[2].
Pensar en
la muerte, de vez en cuando, nos ayuda a hacernos preguntas importantes; a
dejar de lado mucha superficialidad e ir a lo esencial. Y ¿cuáles son estas
preguntas? Podrían ser: ¿qué busco en la vida? ¿qué es lo verdaderamente
importante en mi vida? ¿qué me preocupa? ¿qué temo? Cuando somos conscientes de
que la vida tiene un final, buscamos lo que es fundamental, lo que realmente
vale la pena. Todo lo demás sobra, títulos, honores, dinero, propiedades,
conocimientos, etc. También relativizo los problemas. Lo que de verdad importa es
aquello que me lleva al encuentro con Dios.
¡Lo que en
el momento de la muerte tiene importancia, la tiene ahora! ¡Lo que en ese
momento sea accidental, también lo es ahora! En definitiva: ¡sólo Cristo y sólo
el amor es lo importante![3]

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