El secreto de la Iglesia
La
Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia
cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Ésta experimenta con
alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del
Señor: ‘He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del
mundo’ (Mt 28, 20) (Juan Pablo II)
He vivido en Roma casi cinco años.
Regreso al menos una vez al año, para dedicar un tiempo al estudio y la investigación.
Cada vez que vengo, lo primero que hago es ir al Vaticano y nunca ha dejado de
sorprenderme la grandeza de una iglesia, la Basílica de San Pedro, que tiene
tan magníficas proporciones.
Tampoco deja de maravillarme la
cantidad de turistas que visitan el Vaticano, la Basílica, los Museos
Vaticanos, la cripta donde están las tumbas de los Papas, la cúpula… Muchos,
por no decir todos, admiran la piedad de Miguel Ángel; el baldaquino de
Bernini, la columnata que rodea la Basílica. Se quedan sorprendidos contemplando
la Capilla Sixtina, o cualquiera de las grandes imágenes que están allí, para
la veneración de los fieles.
Sin embargo, sólo algunos se dan
cuenta de que, entre tantas maravillas, el Vaticano, en la Basílica de San
Pedro, esconde un secreto. Es su tesoro más preciado, que no ha sido
fotografiado; que permanece, podríamos decir, casi oculto y, con frecuencia,
pasa desapercibido para los turistas…
Muy cerca de donde actualmente se
encuentra la tumba de Juan Pablo II, está la capilla del Santísimo, donde todos
los días se hace la exposición desde primera hora de la mañana hasta la tarde.
Ese es el tesoro más grande que encierra la Basílica. Ese es el gran secreto
que guarda el Vaticano, y todos los templos del mundo, y sostiene a la Iglesia.
…la Iglesia ‘vive de la Eucaristía’… La Eucaristía es Cristo que se nos
entrega, edificándonos continuamente como su cuerpo. Por tanto, en la sugestiva
correlación entre la Eucaristía que edifica la Iglesia y la Iglesia que hace a
su vez la Eucaristía, la primera afirmación expresa la causa primaria: la
Iglesia puede celebrar y adorar el misterio de Cristo presente en la Eucaristía
precisamente porque el mismo Cristo se ha entregado antes a ella en el
sacrificio de la Cruz[1].
En la Eucaristía se muestra, al tiempo,
la grandeza y la fragilidad de Dios. Grandeza, porque ha querido que el
misterio de la redención permanezca en el tiempo. El sacramento de la
Eucaristía nos remite siempre a aquel momento en el que Cristo entregó su vida
por nosotros. Y fragilidad, porque esa grandeza está contenida en un pedazo de
pan. Muestra la humildad de un Dios que no sólo se ha hecho siervo, ha muerto
en la cruz, sino que ha querido permanecer con nosotros bajo la apariencia de
pan, es decir, de un alimento sencillo y a la vez imprescindible.
La Iglesia vive continuamente del sacrificio redentor, y accede a él no
solamente a través de un recuerdo lleno de fe, sino también en un contacto
actual, puesto que este sacrificio se
hace presente, perpetuándose sacramentalmente en cada comunidad que lo
ofrece por manos del ministro consagrado. De este modo, la Eucaristía aplica a
los hombres de hoy la reconciliación obtenida por Cristo una vez por todas para
la humanidad de todos los tiempos. En efecto, el sacrificio de Cristo y el sacrificio
de la Eucaristía son, pues, un único
sacrificio[2].
Esta
entrega de Cristo y su presencia en la Eucaristía nos muestran el amor de Dios
por cada uno de nosotros. Al mismo tiempo, nos trasforma en testigos de ese
amor. La Eucaristía debe cambiar el corazón del creyente y formar en él
entrañas de misericordia. Hay en todo esto una exigencia. Quien participa de la
Eucaristía no puede pasar indiferente ante el sufrimiento humano. No puede
volver la vista ante situaciones injustas. No puede pasar de largo ante el odio
y el rencor. Quien participa de la comunión en el Cuerpo de Cristo, tiene que
ser él mismo instrumento de la comunión entre los hombres.
… la Eucaristía impulsa a todo
el que cree en Él a hacerse ‘pan partido’ para los demás y, por tanto, a trabajar
por un mundo más justo y fraterno. Pensando en la multiplicación de los panes y
los peces, hemos de reconocer que Cristo sigue exhortando también hoy a sus
discípulos a comprometerse en primera persona: ‘dadles vosotros de comer’ (Mt 14,16). En verdad, la vocación de
cada uno de nosotros consiste en ser, junto con Jesús, pan partido para la vida del mundo[3].

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