¿Lucha de poder en la Iglesia?
A principios de
esta semana, los medios de comunicación se han hecho eco de la detención de uno
de los mayordomos del Papa, acusado de filtrar información reservada que ha
publicado el periodista Gianluigi Nuzzi. Todo esto habría puesto de manifiesto,
según algunas informaciones, una lucha de poder entre dos supuestos grupos de
presión dentro del Vaticano.
Una noticia de este
tipo siempre causa expectación y un cierto escándalo. Es inevitable. Y
generalmente siempre surgen preguntas: ¿será cierto? ¿qué habrá detrás? ¿en la
Iglesia ocurren estas cosas? A vuela pluma, se me ocurren algunas
consideraciones.
Vamos a suponer que
la noticia es falsa. Sí, alguien, parece que una persona cercana al Papa, ha
robado documentos y los ha vendido, pero no hay nada más. El problema se reduce
a una cuestión de avaricia, alguien que quería dinero. A consecuencia de esto,
algunos medios se habrían aprovechado para difundir una supuesta lucha de
poder.
Si éste fuera el
caso, ¿por qué extrañarse? En tiempos de crisis, en una época de pérdida de
valores, la única institución que se puede presentar como garante de unos
principios éticos, coherente con aquello que anuncia, es la Iglesia.
Presentarla como una institución corrupta, donde se ambiciona el poder, es una
forma de desprestigiarla. Así se ponen en cuestión no sólo a los que están en
la Iglesia, especialmente la jerarquía, sino el mensaje que predica.
Supongamos, en
cambio, que todas estas noticias son ciertas. ¿Qué pensar entonces? Una de las
ventajas de estudiar historia de la Iglesia es que, por suerte o por desgracia,
en este caso lo segundo, no hay nada nuevo bajo el sol. ¿Es una novedad que
haya división en la Iglesia? No. La hubo en los comienzos del cristianismo. No
sólo entre los apóstoles Pedro y Pablo, sino entre los cristianos provenientes
del judaísmo y los de la gentilidad. La situación llegó a tal punto que hubo
que convocar un concilio, el de Jerusalén.
A partir de aquí
vendrían otras divisiones y luchas. Por poner algunos ejemplos, mucho más
tarde, en el siglo XII, los enfrentamientos entre güelfos y gibelinos, estos partidarios
del emperador y aquellos defensores de un papado independiente del poder
temporal, por el control de Italia y en las disputas sobre los nombramientos de
los obispos y en la misma elección del Papa. Y tampoco fue la última. Podríamos
añadir los casos más dramáticos de la historia de la Iglesia: el cisma de
Oriente; el de Occidente o Avignon; y el cisma de Lutero.
Todo esto recuerda
aquello que Ticonio, allá por el siglo cuarto, denominó el Cuerpo bipartito de la Iglesia. En el Libro de las Reglas, este
escritor explica cómo la Iglesia, aunque sea el Cuerpo del Señor no deja ser,
en la presente historia, un cuerpo bipartito, donde combaten pecado y gracia,
confundiéndose como el trigo y la cizaña de la parábola evangélica. La parte
mala se caracteriza porque hace su voluntad, no la de Dios; temen el mal por el
castigo; les desagrada la Ley, pero la cumplen por miedo.
El trigo, en
cambio, que ama el bien es imagen de Dios
y vive por la fe del Señor, para que el heredero ya no sea hijo de la esclava,
el cual recibe la Ley para (vivir en) el temor, sino hijo de la libre, como
Isaac, que no recibe ‘el espíritu de servidumbre para (vivir en) el temor, sino
el Espíritu de adopción filial que clama: Abba Padre’. Quien ama a Dios no teme
servilmente[1].
Y ¿quiénes son
trigo y quiénes cizaña? ¿Quién puede decidir los que pertenecen a una y los que
pertenecen a otra? Las respuestas a estas preguntas representan lo que el mismo
Ticonio llama “el misterio de la iniquidad”, que no se resolverá hasta el final
de la historia. Mientras esto llega, el
santo se mantendrá in patientia hasta el final, el inicuo perseverará in
malitia. Unos para recibir su corona, otros para la condena […]. Es necesario
que estén juntos y tenga lugar la prueba. Al final se trastocará la suerte de
unos y de otros. Los que sufrieron en este siglo se alegrarán, y los que ahora
se alegran se condenarán[2].
Esta explicación
¿justifica algo? ¿lo hace menos doloroso? Evidentemente no. Los pecados de los
cristianos, abren heridas en la Iglesia. Heridas que, a veces, son difíciles de
curar. Quizás por esto, y por mucho más, Juan Pablo II pidió perdón por los
pecados de los hijos de la Iglesia. Y, sin embargo, también purifican la fe y
ponen en evidencia que la Iglesia no es sólo una realidad humana, porque de
otra forma no se explicaría que, con tantas divisiones, luchas,
enfrentamientos, todavía pudiera mantenerse en pie.
El mal pertenecerá siempre al misterio de la Iglesia. Y si se ve todo
lo que hombres, lo que clérigos han hecho en la Iglesia, eso se convierte hasta
en una prueba de que es Él quien sostiene a la Iglesia y quien la ha fundado.
Si ella dependiera solamente de los hombres, habría sucumbido hace largo tiempo[3].
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