La sinfonía del Espíritu
Las sorpresas y regalos del Espíritu a la
Iglesia consistirán sobre todo en la manifestación de aquella verdad que para
una época –e igualmente, para una época de la Iglesia- tenga importancia
básica. El Espíritu da la palabra clave y la solución a las preguntas candentes
de la época… siempre bajo la figura de una nueva misión concreta, sobrenatural…
(Hans Urs von Balthasar)
La
primera vez que fui a un concierto, tendría 11 o 12 años, no lo recuerdo bien.
Fue con motivo de una actividad organizada por el colegio. Nos llevaron a un
auditorio donde, después de explicarnos qué es una orquesta y cómo se forma, asistimos
a un concierto.
Al
principio, cuando empezaron los ensayos, aquello era un ruido espantoso. Cada
instrumento tocaba a su aire. No había ninguna coordinación en todo aquello.
Eso duró unos minutos. En seguida llegó el director de la orquesta, dio unos
pequeños toques con su batuta en el atril, y comenzaron a tocar siguiendo la
partitura. Entonces sí, eso ya era otra cosa.
Recuerdo
que disfrute mucho. Sobre todo me impresionó el director de la orquesta. Ver a
un señor que movía los brazos hacia arriba y hacia abajo como si fuera un
guiñol manejado por cuerdas invisibles. Sus movimientos parecían
descoordinados, sin sentido. Y, sin embargo, esos movimientos eran los que
daban unidad a todo aquel enjambre de personas.
En una
orquesta hay una gran variedad de instrumentos. Cada uno tiene su propio sonido
y su propia misión. Tiene que tocar unas notas concretas; las suyas y no otras.
Ahora bien, si todos tocan a la vez, cada uno sus propias notas, sin tener en
cuenta la partitura y al director de la orquesta, no hay música, sino ruido. La
sinfonía sólo aparece cuando, siguiendo las órdenes del director, cada
instrumento cumple su papel en relación y unión a los demás.
Al igual
que en una orquesta, en la Iglesia hay diversidad de instrumentos, que son los ministerios,
carismas y vocaciones que suscita el mismo Espíritu para el bien común, es
decir, para la edificación del Cuerpo de Cristo y para el cumplimiento de su
misión salvadora en el mundo. El Espíritu Santo actúa para que la Iglesia sea el
lugar propio donde se realiza la comunión de los creyentes con Dios y de estos
entre sí. Es el principio de unidad de todos los bautizados.
Los
carismas son dones del Espíritu que revelan, en cada momento histórico de la
Iglesia, qué se debe poner de relieve de la vida del Señor. En consecuencia
ningún cristiano, que en un momento descubre un carisma concreto, puede
erigirse como norma única y absoluta de interpretación del Evangelio y en
posesión de la única verdad que es Cristo, pues el sentir del Espíritu está
inseparablemente unido al sentir de la Iglesia y al servicio del único Cuerpo
de Cristo.
La
relación entre unidad y diversidad no se puede contemplar en clave de tensión
dialéctica. La unidad de la Iglesia no es unidad a pesar de la diversidad, ni
una diversidad a pesar de la unidad. Por el contrario, la unidad y la
diversidad de los servicios y carismas en la Iglesia son dos dimensiones
constitutivas de la comunión. En cambio seria división la ausencia de aquella
caridad que es vínculo de la perfección.
La
caridad que está en la raíz de la comunión, y en la que todos debemos progresar
constantemente en el Espíritu Santo, comporta el respeto y la comprensión de
los demás. La Iglesia es una por la
unidad en la caridad, porque todos está unidos por el amor de Dios y entre sí
por el amor mutuo[1].
En
consecuencia, es siempre el único y el mismo Espíritu el principio dinámico de
la variedad y de la unidad de la Iglesia. La diversidad de dones, de carismas y
de servicios que el Dios Trinitario distribuye, proceden de su unidad y tienden
a su unidad. Unidad que se realiza en la Iglesia, Cuerpo de Cristo, y se despliega
en una multitud de miembros.
… el Espíritu Santo, aunque es único, y con un solo modo de ser, e
indivisible, reparte a cada uno la gracia según quiere. Y así como un tronco
seco que recibe agua germina, del mismo modo el alma pecadora que, por la
penitencia, se hace digna del Espíritu Santo, produce frutos de santidad. Y
aunque no tenga más que un solo e idéntico modo de ser, el Espíritu, bajo el
impulso de Dios y en nombre de Cristo, produce múltiples efectos…[2]

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