Os daré pastores...
¡Lejos de nosotros decir que faltan
ahora buenos pastores… lejos de su misericordia el que no nos los produzca y
establezca! Si hay buenas ovejas, hay también buenos pastores, pues de las
buenas ovejas salen los buenos pastores. Pero todos los buenos pastores están
en uno, son una sola cosa. Apacientan ellos, es Cristo quien apacienta (San Agustín)
Cuenta San Juan de Ávila que San
Francisco de Asís fue ordenado diácono más por obediencia que por voluntad
propia. Sin embargo, el santo no se atrevía a recibir la ordenación sacerdotal,
a pesar de la insistencia de muchos. Decidió entonces encomendarse al Señor
para que le hiciera ver su voluntad. En cierta ocasión, mientras meditaba sobre
todo esto, se le apareció un ángel con un frasco de cristal en la mano, que
contenía un licor claro y resplandeciente. El ángel le dijo: Francisco, tan clara, como este licor y este
vaso ha de ser el alma del sacerdote. El santo comparó aquello con su alma
y decidió no ordenarse sacerdote[1].
Leí por primera vez
esta anécdota cuando ya estaba ordenado. No sé qué habría hecho de haberla
leído antes. Si San Francisco no se consideró digno de ser sacerdote,
comparándose con aquel líquido, posiblemente ninguno lo es. Esto fue lo primero
que pensé. Luego me vino a la cabeza aquel texto de San Pablo: Dios
ha escogido más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios. Y ha
escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte (1 Co 1,27). Me consolé algo. Incluso pensé que
esas palabras del apóstol, eran una ventaja y, en el caso del sacerdote, tenía
que ser así. ¿Cómo? ¿He leído bien? Podrá preguntarse algún lector. Pues sí,
has leído bien.
Me explico. Si
consideramos lo que significa ser sacerdote, nadie tendrá el grado de santidad
necesario o suficiente para ser merecedor del sacerdocio. ¡El don siempre es más grande! Y es hermoso que sea así. Es hermoso que
un hombre nunca pueda decir que ha respondido plenamente al don. Es un don y
también una tarea: ¡siempre! Tener conciencia de esto es fundamental para vivir
plenamente el propio sacerdocio[2].
Don y tarea. El
sacerdocio es una vocación, por tanto un don. Llamada de Dios que elige a un
hombre para actuar en la persona de Cristo al servicio de la Iglesia y de los
hombres. El sacerdote es representación sacramental de Jesucristo Cabeza y
Pastor. Esto no hace a los pastores de la Iglesia mejores. Es cierto que todos
los bautizados estamos llamados a la santidad. Ahora bien, también lo es que
los sacerdotes están obligados de manera
especial a alcanzar esa perfección, ya que, consagrados de manera nueva a Dios
por la recepción del orden, se convierten en instrumentos vivos de Cristo[3].
Y es tarea,
porque el sacerdote esta envuelto en debilidades. No quiero con esto justificar
el pecado. No se trata de eso. Se trata de ser consciente de la fragilidad en
la que se sostiene el ministerio sacerdotal. Descubrir esto lleva a la
confianza en la misericordia divina. Lleva a descubrir que el sacerdote solo,
con sus propias fuerzas, no puede nada, o mejor, no tiene ningún poder, y si lo
tiene es porque, sacramentalmente, obra en la persona de Cristo. Al mismo
tiempo, ser consciente de la propia debilidad hace del sacerdocio una aventura
apasionante, en la que el Espíritu Santo actúa de forma sorprendente, haciendo
que el sacerdote vaya, poco a poco, teniendo los mismos sentimientos de Cristo
buen pastor.
¿Y cuáles son
esos sentimientos? Cristo se presenta como siervo, que entrega su vida por los
hombres, con humildad. Es un Pastor compasivo y misericordioso. Busca al que
está perdido y ofrece su perdón a los pecadores. Consuela al abatido y cura las
heridas del corazón. Sostiene en el dolor y da el alimento que perdura. Así
también el sacerdote, haciendo suyo este amor, guiado por la caridad pastoral,
imita a Cristo en su entrega.
Debéis ser un resplandor del mismo Jesús. Vuestra
mirada debe ser la suya, vuestras palabras sus palabras. La gente no busca
vuestros talentos, sino a Dios en vosotros. Llevadlos a Dios, pero nunca a
vosotros mismos… Vuestro deseo debe ser ‘dar sólo a Jesús’ en vuestro
ministerio[4].

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