El verdadero conocimiento de Dios
Ama y haz
lo que quieras: si callas, calla por amor; si gritas, grita por amor; si
corriges, corrige, por amor; si perdonas, perdona por amor. Exista dentro de ti
la raíz de la caridad: de dicha raíz no puede brotar sino el bien (San Agustín)
Si nos examinaran sobre los
conocimientos que tenemos de Dios, ¿qué nota sacaríamos? Hay quienes conocen lo
elemental de la fe, las oraciones que aprendieron de niños, los mandamientos,
los sacramentos… Habrá quien tenga conocimiento de teología o de alta teología:
ha estudiado filosofía, Sagrada Escritura, moral, teología dogmática, etc.; y
también, como se suele decir, “doctores tiene la Iglesia”, habrá eruditos que,
día y noche, están sumergidos en grandes tratados, intentando escudriñar los
misterios de Dios. Ahora bien, el mayor o menor conocimiento de las cosas sobre Dios, ¿demostraría que
conozco a Dios?
Quien
dice: ‘Yo le conozco’ y no guarda sus mandamientos es un mentiroso y la verdad
no está en él (1 Juan 2, 5). Como
diría alguien: “está más claro que la sopa de un asilo”. Es decir, puedo tener
grandes conocimientos de Dios; puedo haber leído a San Agustín, a Santo Tomás,
y todas las encíclicas de Juan Pablo II, si no guardo los mandamientos, no
conozco a Dios.
Pero ¿qué significa guardar sus
mandamientos? San Juan, en su primera carta, establece una estrecha relación,
casi como si fueran términos sinónimos, entre conocer a Dios-cumplir sus
mandamientos-amar a Dios. Es como si dijera: me conoce, quien cumple mis
mandamientos, y los cumple quien me ama. Dicho de otra forma, sólo el que ama a
Dios es quien lo conoce realmente.
Pienso en Santa Teresa del Niño
Jesús. Entró en un convento de clausura con 15 años. No estudió en ninguna
Universidad, ni Facultad de teología. Sus conocimientos eran los de una niña de
su época. Y, sin embargo, Juan Pablo II, en 1997, la proclama doctora de la
Iglesia precisamente porque, con su vida, puso de manifiesto la importancia del
amor en la vida de la Iglesia:
La caridad me dio la clave de mi vocación. … comprendí que la Iglesia tenía
un corazón y que este corazón ardía de amor. Comprendí que sólo el Amor hacía
actuar a los miembros de la Iglesia: que si el Amor se apagara, los apóstoles
no anunciarían el Evangelio, los mártires no querrían derramar su sangre...
Comprendí que el amor encerraba todas las vocaciones... Entonces, con alegría
desbordante, exclamé: oh Jesús, Amor mío... por fin he encontrado mi vocación.
Mi vocación es el amor[1].
El camino del cristiano es el
camino del amor. Es el amor el que convierte los corazones. Es, en la entrega
de la vida, como el cristiano manifiesta el poder de Dios y la fuerza de la
cruz. El amor es el camino para la evangelización. Y esto no es una teoría,
sino que se concreta, porque obras son
amores y no buenas razones.
Entonces, si tuviera que
concretar las características del amor cristiano, me quedaría con lo que
explicó el Cardenal van Thuan, en los ejercicios que predicó a Juan Pablo II y
a la curia romana en el año 2000[2]:
Ser el primero en amar: amar
sin reservas; amar sin esperar nada. Dios siempre ama antes de que nosotros le
amemos.
Amar a todos sin excluir a nadie. Amar
a las personas concretas, con nombres y apellidos, con su historia y sus
circunstancias; sin dejarnos llevar por los prejuicios.
Amar a los enemigos.
Amar dando la propia vida: Dios
no da un poco o algo; se da a sí mismo. Sin reservarse nada.
Amar sirviendo.
Entregar la vida poco a poco, pasando desapercibido, sin que se note y, en
muchas ocasiones, sin que te lo agradezcan.
Sólo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para
manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Sólo el servicio al
prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama. Los
Santos —pensemos por ejemplo en la beata Teresa de Calcuta— han adquirido su
capacidad de amar al prójimo de manera siempre renovada gracias a su encuentro
con el Señor eucarístico y, viceversa, este encuentro ha adquirido realismo y
profundidad precisamente en su servicio a los demás. Amor a Dios y amor al prójimo
son inseparables, son un único mandamiento[3].

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