Tanto amó Dios al mundo...

No nos aprovecharía nada el haber nacido, si no nos hubiese aprovechado el ser redimidos. Mas esto, que Cristo haya muerto por nosotros, es tan arduo (o tan incomprensible), que apenas lo puede captar nuestro entendimiento; más aún, no cae de ningún modo en nuestro entendimiento (Santo Tomás de Aquino)
Chesterton comienza su novela La esfera y la cruz, narrando el viaje del profesor Lucifer y el profeta Miguel en un barco volante. En un momento determinado pasan tan cerca de la cúpula de la catedral de San Pablo, en Londres, que Lucifer casi puede tocar la esfera y la cruz que coronan esa cúpula. El hecho da pie a un interesante diálogo entre ambos personajes:
- La cruz culmina la esfera –comentó el profesor Lucifer con simpleza-. Todo un error. Debería ser al revés, la esfera culminando la cruz. La cruz no es más que un símbolo de barbarie; la esfera expresa perfección. La cruz, como mucho simboliza la amarga verdad de la historia del hombre; la esfera supone redonda armonía, el fruto final más exquisito de esa historia…
- ¡Oh!... –exclamó Miguel-, según usted, en un esquema racionalista aplicado a la explicación del simbolismo… la esfera debe hallarse sobre la cruz…
- Digamos que así se resume bien mi alegoría, sí –respondió el profesor.
- Bueno, eso resulta muy interesante –dijo Miguel con mucha dulzura-, porque me parece que en ese caso podrá usted observar un efecto singular, muy apreciado generalmente por el racionalismo…
- ¿Qué quiere decir? –preguntó Lucifer-. ¿Qué ha de suceder?
- Quiero decir que la esfera se caerá –dijo el monje, mirando muy seriamente al vacío[1].
Qué difícil es entender la forma de actuar de Dios. Es más fácil pensar que, siendo Todopoderoso, un simple acto de su voluntad nos hubiera redimido del pecado; hubiera resuelto todos los problemas de la sociedad; y habría terminado con el sufrimiento de tantas personas.
Explicar la muerte de Jesús en la cruz, fue una de las cuestiones más importantes a la que tuvieron que responder los apóstoles, en los comienzos de la predicación evangélica. A raíz de la pasión y muerte de Cristo, entonces y ahora, surge siempre una pregunta: ¿por qué? Si confesamos que Jesús es Dios, ¿por qué murió en la cruz?
Una primera respuesta nos la da San Pablo: fue entregado por nuestros pecados… (Romanos 4, 25). Sin embargo, parece que esto no es suficiente. Hace falta algo más. ¿No hubieran bastado los sacrificios de animales para redimirnos del pecado? Detrás del perdón de los pecados se esconde una razón mucho más profunda: Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados nos ha hecho vivir con Cristo (Efesios 2,4).
Sólo desde el amor de Dios se puede entender la entrega de Cristo en la cruz. No es un amor teórico. Tampoco es una frase bonita que ponemos en la pared. Ni son promesas vacías. Ha querido mostrarnos ese amor de forma palpable. La medida del amor de Dios es la medida de sus sufrimientos, y viceversa. Es decir, que nos amó hasta el extremo.
Dos cosas hay que revelan al verdadero amador y que lo hacen triunfar: la primera consiste en hacer el bien al amado; la segunda, superior en gran medida a la primera, consiste en sufrir por él. Para esto, para darnos una prueba de su gran amor, Dios inventa su propio anonadamiento, lo hace realidad y se las arregla para hacerse capaz de sufrir cosas terribles[2].
Si alguien te preguntase: tú ¿qué harías por alguien a quien amas? Diríamos que cualquier cosa; incluso, si fuera necesario, daríamos la vida. Pero, si te preguntara a continuación: y por tu mayor enemigo, por esa persona que te ha hecho tanto daño, ¿qué estarías dispuesto a hacer? Posiblemente, nada.
Y, sin embargo, cuando nosotros estábamos alejados de Dios; cuando éramos enemigos de Dios, envió a su Hijo que se entregó por nosotros. Tan grande fue y es su amor por nosotros que no se limitó a hacer algo, sino que entregó lo más precioso, a su propio Hijo. Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna (Juan 3, 16).
¿Qué habría exigido la justicia? El castigo del culpable, pero Dios entregó al inocente. Su amor por nosotros no es una broma. Perdonó al pecador y entregó al justo.
En efecto, cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos. Pensemos que difícilmente habrá alguien que muera por un justo –tal vez por un hombre de bien se atrevería uno a morir-. Así que la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros (Romanos 5, 6-8).

[1] G.K. Chesterton, La esfera y la cruz, 19-20.
[2] R. Catalamessa, La fuerza de la cruz, 22.

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