Perder para ganar
… convenía que a la excelsitud de su glorificación precediese la humildad de su pasión, por lo que añadió: ‘si el grano de trigo que cae en la tierra no muriere, queda él solo; pero, si muriere, da mucho fruto’. Hacía alusión a sí mismo. Él era el grano que había de morir y multiplicarse… (San Agustín)
Tomo el siguiente relato de un estupendo libro de Alfonso Aguiló que él, a su vez, ha recogido de una novela de Mercedes Salisach:
Así era mi madre. Un camino de renuncias sembrado de querencias que pocas veces manifestaba.
Su ejemplo era un continuo desafío para mis reacciones egoístas. Un día, exasperada, le pregunté cómo era posible que sintiera amor por todo el mundo. Su respuesta me dejó perpleja. Me contempló, asombrada, como si yo fuera un ser de otro planeta, y me dijo: ‘Hija mía –y golpeó con suavidad mi frente, como si quisiera despertarme-, ¿de dónde sacas que yo siempre siento eso? El amor verdadero no siempre se siente, se practica’…[1]
Hay dos formas de entregar la vida. Una es la de quien se da a los demás, pero continuamente se está quejando. Es la persona que hace la lista de méritos y logros que nadie, absolutamente nadie, reconoce y premia. Es una vida entregada, pero estéril. Otra, es la forma de Cristo, que convierte su vida en una ofrenda. Se ofreció para hacer la voluntad del Padre. Esto pasaba por la debilidad, por el padecimiento y, finalmente por la muerte en la cruz. Es esta una forma de entregar la vida que extraña a nuestra mentalidad, acostumbrada al “doy para que me des”. Refleja un amor puro que pone en evidencia nuestro egoísmo.
Muchas personas dan su vida, héroes anónimos que, bien poco a poco, o con una abnegación total, se entregan a los demás. Sin embargo, ¿quién ama tan desinteresadamente que no espera nada a cambio de ese amor? Incluso, los que decimos que amamos a Dios, ¿no esperamos la recompensa de la vida eterna? Incluso, posiblemente, nos parecería injusto que no hubiera un premio a una vida recta y honrada. La entrega de Cristo, en cambio, fue perfecta por su obediencia, a pesar de sus ruegos y súplicas, con un fuerte grito y con lágrimas, al que podía salvarle de la muerte (Hebreos 5, 7).
… su obediencia fue sobreabundante en el sentido de que, por solidaridad con nosotros, Cristo aceptaba una suerte que no merecía en absoluto… asumió nuestra naturaleza humana para transformarla, para hacerla de nuevo perfectamente conforme al proyecto de Dios[2].
Entrega de la vida, obediencia, redención, es la solidaridad de Cristo con los hombres. Tomó sobre sí nuestras debilidades, dolencias, sufrimientos. Cargó con nuestros pecados. Asumió la condición de esclavo y así fue hecho perfecto (Hebreos 5, 8).
Todo esto resulta extraño, paradójico. Una vez más es incomprensible. Hay que perder para ganar. Perder el egoísmo, la soberbia, el orgullo… en definitiva, hay que morir a uno mismo para ganar la vida.
La obediencia de Cristo al Padre y su solidaridad con el hombre, lo convierten en mediador entre Dios y los hombres. Como hombre, que ha pasado por la prueba del dolor conoce los sufrimientos del hombre y los presenta al Padre. Como Hijo, hecho hombre por amor al hombre, muestra la misericordia del Padre con el hombre necesitado de redención. Así, Dios, en Cristo, hace suyo el pecado del hombre; toma sobre él nuestros sufrimientos, para que lleguemos, también nosotros, a la perfección de hijos.
Cristo fue enviado por Dios al mundo para llevar a cabo la redención del hombre mediante el sacrificio de su propia vida. Este sacrificio debía tomar la forma de un despojarse de sí en la obediencia hasta la muerte de en la cruz…
En toda su predicación, en todo su comportamiento, Jesús es guiado por la conciencia profunda que tiene de los designios de Dios sobre la vida y la muerte en la economía de la misión mesiánica, con la certeza de que esos designios nacen del amor eterno del Padre al mundo y en especial al hombre[3].

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