No tendrás otros dioses


Cuando me adhiera a ti con todo mi ser, ya no habrá más dolor ni trabajo para mí, y mi vida será viva, llena toda de ti. Mas ahora, como al que tú llenas lo elevas, soy una carga para mí, porque no estoy lleno de ti (San Agustín)

Hay dos caminos en la vida: el camino de la naturaleza y el camino de la gracia. Tú eliges cual seguir. La gracia no intenta complacerse a sí misma. Acepta que la echen, es olvidada, rechazada… La naturaleza busca complacerse… trata con prepotencia… Tiene sus propias formas…
Así comienza, El árbol de la vida. El director Terrence Malick nos presenta entonces a dos de los personajes, a la Sra. O’Brien, una mujer católica que busca en Dios una respuesta a la desesperación que siente por la muerte de su hijo; y Jack, hijo mayor de la anterior, un ejecutivo que vive insatisfecho y siente un gran vacío interior. A continuación el autor nos explica, mediante una excelente mezcla de imágenes y sonidos, cómo en el origen de todo está Dios que ha creado el mundo y al hombre, y lo mantiene en la existencia. El árbol de la vida es una bella metáfora de la relación del hombre con su Creador.
Todos tenemos un deseo natural de ser felices. Buscamos esa felicidad y procuramos construir nuestra vida para alcanzar ese deseo. Ahora bien, como explica muy bien la película, los caminos que podemos recorrer para encontrar esa felicidad son dos. Uno es el de la naturaleza, es decir, buscar el propio beneficio, dejarse llevar por el egoísmo, el placer, la riqueza. El otro, es el de la gracia, significa negarse a uno mismo; es la entrega, la generosidad. En definitiva, el camino del amor que conduce a Dios, y responde a los deseos más profundos que hay en el hombre.
El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar[1].
El hombre es religioso por naturaleza. Necesita de Dios porque es criatura suya y cuando lo rechaza, busca sustitutos. ¿Cuáles? Por ejemplo, el dinero. La sociedad de bienestar nos ha acostumbrado a buscar la felicidad en los medios económicos. Tener una buena casa, disponer de un buen coche, gozar de unas buenas vacaciones... El hedonismo, es decir, buscar la propia comodidad; aquello que me apetece; que me gusta; que me produce placer. El poder. Tener dominio sobre los demás; convertirse en criterio último de verdad; decidir sobre los otros; poder utilizarlos como medios para conseguir el propio fin.
Y cuando se cambia a Dios por otros dioses, ¿cuáles son las consecuencias? Primero convertimos nuestra vida en un mercado, donde cabe todo, como en el templo de Jerusalén, vendedores de bueyes, ovejas y palomas, cambistas… donde ya no hay sitio para Dios. En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, el desprecio de los demás. Cuando se vive de espaldas a Dios, se acaba viviendo de espaldas al prójimo.
El filosofo francés Michel Foucault lo expresó de forma dramática: … la muerte de Dios y el último hombre han partido unidos: ¿acaso no es el último hombre el que anuncia que ha matado a Dios? Más que la muerte de Dios, lo que anuncia el pensamiento de Nietzsche es el fin de su asesino, es la desintegración del rostro humano y el retorno a las máscaras[2].
Sólo cuando el hombre, con la gracia, purifica su corazón de todo aquello que no es Dios y no conduce a Dios, puede mostrar en su vida la imagen de Cristo. Él es el que purificó el templo, con su muerte y resurrección, cuando olvidaron al Señor, convirtiendo su casa en una cueva de bandidos. Así también destruye, en nosotros, al hombre viejo, con sus obras, y nos hace partícipes de su muerte para resucitar con Él, mostrando en nosotros la imagen del hombre nuevo.
El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo —no solamente según criterios y medidas del propio ser inmediatos, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes— debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en Él con todo su ser, debe apropiarse y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo. Si se actúa en él este hondo proceso, entonces él da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo. ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador!, si ha merecido tener tan grande Redentor[3].


[1] Catecismo Iglesia Católica, 27.
[2] M. Foucault, Las palabras y las cosas, 373-374.
[3] Juan Pablo II, Redemptor hominis, 10.

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