Mirad que realizo algo nuevo
Mi misericordia es más grande que tu miseria y la del mundo entero. Por ti bajé del cielo a la tierra, por ti dejé clavarme en la cruz, por ti permití que Mi Sagrado Corazón fuera abierto por una lanza, y abrí la Fuente de la Misericordia para ti. Ven y toma las gracias de esta fuente con el recipiente de la confianza. (Santa Faustina Kowalska)
Hace unos años, yo era todavía diácono, estaba de campamento con un grupo de jóvenes de mi parroquia. Uno de aquellos días hicimos una excursión, al final de la cual tuvimos una catequesis sobre la confesión y la celebración del sacramento de la penitencia. Después de la charla, hubo preguntas. Entonces surgió, como sucede en estos casos, la gran cuestión, o una de ellas. Una chica preguntó: “¿Por qué me tengo que confesar con un cura y no lo puedo hacer directamente con Dios?”. Comencé la explicación, haciendo gala de todos los conocimientos recién estrenados a la salida del Seminario. No sirvieron. Al final de un intenso debate, sólo me quedó un argumento: “Muy bien, tu dices que hasta ahora te has confesado directamente con Dios y te ha ido bien. Pues prueba de la otra forma, a ver si te va mejor”. Y lo hizo. Aquella chica se confesó y después me dijo que había valido la pena. Gracias a Dios, ayudó el sacerdote que iba con nosotros, y el experimento salió bien.
La pregunta de aquella joven es muy habitual. Sorprende que Dios haya dado tal poder a los hombres, a los sacerdotes. La posibilidad de perdonar los pecados. Curar las heridas del corazón. Hay una cierta sospecha, como la de los escribas que pensaron de Jesús que blasfemaba, cuando perdonó los pecados del paralítico (Marcos, 2, 6-7). Y, sin embargo, cuando uno se acerca al sacramento descubre que, en cada confesión, se produce un pequeño milagro. Dios, por medio del sacerdote, hace algo nuevo. No raramente nos colocamos ante verdaderos y propios dramas existenciales y espirituales, que no encuentran respuesta en las palabras de los hombres, pero que son abrazados y asumidos por el Amor divino, que perdona y transforma: “Aunque vuestros pecados sean como la escarlata, se volverán blancos como la nieve” (Is 1,18)[1].
En la confesión descubro mi propia debilidad. Me doy cuenta de que, en mi vida, hay algo que no va bien. Y, lo que es peor, por mucho que me empeñe no me puedo perdonar a mí mismo. Necesito que alguien me rescate. Es la misericordia de Dios la que sale a mi encuentro. Esto exige por mi parte confianza y humildad. Ningún pecado es demasiado grande si uno lo reconoce y se pone ante Dios. Aunque los pecados de las almas sean negros como la noche; cuando un pecador se dirige a Mi misericordia, Me rinde la mayor gloria y es un consuelo para mi amarga Pasión[2].
Ahora bien, si quiero que Cristo me sane tengo que ser sincero. Hay que acercarse a la confesión sin miedo al “qué dirá el sacerdote de mí” o “me voy a confesar otra vez de lo mismo”. Sé que cuando me acerco al sacramento de la confesión, Dios me mira con misericordia, pero sólo en la medida en que abra mi corazón, Él podrá curarme. Sin embargo, si por miedo o por vergüenza, me callo algo, no sólo hago ineficaz su perdón, sino que provocó un mal mayor en mí. Sería lo mismo que uno que se va a estrellar con el coche y en vez de pisar el freno, cierra los ojos. No estoy engañando a Dios, me estoy engañando a mi mismo.
Graham Greene en su novela El revés de la trama, cuenta la historia de Henry Scobie, un oficial británico que vive con su mujer en una colonia británica de África Occidental. El protagonista conoce a una joven viuda, con la que tiene una aventura amorosa, convirtiendo su vida en un drama. Scobie es católico, y para disimular su engaño comulga en pecado. Es consciente de que está obrando mal, lo que le provoca una situación angustiosa. Cuando está al borde de la desesperación, mantiene un diálogo con Dios, en el que expone de forma trágica su sufrimiento, y el Señor le responde:
- Dios estás enfermo de mi. No puedo seguir, mes tras mes, insultándote. No puedo soportar que el día de Navidad - Tu cumpleaños - yo deba acercarme al altar, y recibir tu Cuerpo y tu Sangre, para sostener una mentira. No puedo hacerlo. Estarás mejor si me pierdes de una vez por todas. Sé lo que hago. No te pido que me perdones. Voy a condenarme, signifique lo que signifique. He ansiado la paz y nunca conoceré la paz. Pero Tú estarás en paz cuando yo esté fuera de tu alcance. Será inútil barrer la tierra para encontrarme, o buscarme sobre las montañas. Podrás olvidarme, Dios, para toda la eternidad.
- Dices que me amas, y, sin embargo, me haces esto; me robas tu alma para siempre. Yo te hice con amor. Yo lloré tus lágrimas. Yo te salvé de muchas cosas que no puedes imaginar; Yo planté en ti este anhelo de paz, sólo para poder satisfacerlo un día y contemplar tu felicidad. Y ahora me rechazas, te pones fuera de mi alcance. No hay mayúsculas que nos separen cuando conversamos; Soy tan humilde como un mendigo. Te he sido fiel dos mil años. Lo único que tienes que hacer ahora es entrar en el confesionario, confesarte... El arrepentimiento ya está allí, luchando por salir. No es arrepentimiento lo que te falta sino la fuerza para ejecutar un simple acto[3].

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