Elogio al maestro cristiano
…el que está seguro, absolutamente seguro, de haber producido una obra viable y duradera, ése no tiene nada que hacer con el elogio y se siente por encima de la gloria porque es creador, porque lo sabe, y porque la alegría que experimenta con ello es una alegría divina (Henri Bergson).
A mediados del siglo III, Gregorio Taumaturgo, al marcharse de la escuela de Orígenes, en Cesarea de Palestina, pronuncia un discurso, a modo de despedida, en el que agradece a su maestro todo lo que ha recibido de él. Quiere dibujar, con palabras sencillas y humildes, los rasgos que caracterizan a un auténtico maestro cristiano. Es también un agradecimiento a Dios por haber tenido el encuentro con aquel hombre. Son unas pobres palabras, incapaces de agradecer todo el bien recibido de su maestro.
El maestro cristiano es un hombre, que se muestra y tiene apariencia de hombre… pero que, despojado de su condición humana en virtud de una mayor dignidad que da a entender el tránsito a lo divino[1]. Y porque en su vida muestra la divinidad, es consciente de que sus palabras deben llevar a Dios Padre que, en lo más grande y en lo más pequeño, siempre vela por nosotros, e incluso nos empuja a ello, ya que Él es digno y el más perfecto de los seres…[2].
El maestro cristiano establece con sus alumnos una relación de amistad. Enseña que viven en plenitud los que poseen una vida conforme a la razón. Es decir, los que viven rectamente, según las virtudes. Como buen maestro comparte con ellos los dones que Dios le ha concedido, porque no los quiere guardar para sí. Así, como una chispa caída en medio de nuestra alma, se encendió e inflamó el amor al mismo Logos sagrado y amabilísimo, que atrae hacia Él por su inefable hermosura a todos los hombres, y de idéntica forma a este hombre, su amigo e intérprete[3].
El maestro cristiano es un testigo en el que la palabra va acompañada de los hechos, practicando lo que dice, muestra una vida coherente con lo que enseña. Es pregonero de la virtud. Conduce a sus discípulos a la unión con Dios, yendo él por delante, los lleva de la mano como en un viaje, por si en alguna ocasión encontrábamos algo difícil, engañoso o fingido… se mantenía expectante en la seguridad misma, y nos salvaba ofreciendo su mano como quien tira hacia arriba de los que se ahogan[4].
El maestro cristiano es amigo de Dios, oyente de su Palabra, es capaz de entender las cosas de Dios como si Dios mismo hablara, y enseñarles a los hombres como si los hombres mismos las escucharan. El maestro cristiano es el que siembra. Une en su saber y en su vida inteligencia y alma. Es el que lo da todo y sólo recibe algo a cambio. El maestro cristiano crea vínculos de amistad y de amor, por eso cuando llega el momento de la despedida, parece que algo se rompe.
He querido recordar al maestro cristiano, cuando se cumplen tres años de la muerte de Pablo Domínguez. Son también éstas pobres palabras. ¿Se podría añadir algo más? En cierta ocasión, escribió Antonio Machado en una carta a Miguel de Unamuno: Algo inmortal hay en nosotros que quisiera morir con el que muere. Tal vez por esto viniera Dios al mundo. Pensando en esto, me consuelo algo...
Tras el adiós, queda la esperanza del próximo encuentro, si Dios quiere, en la vida eterna. Entonces comprenderemos. El deseo de verdad, el sentido de una vida plena, a la que aquí, en la tierra, sólo podemos aspirar, se verá colmado. Pablo ya lo ha alcanzado, por eso su obra no necesita más elogios que el agradecimiento por una vida que ha dado fruto, que ha sido creativa, que ha sido plena por su amor a la Verdad.
Y sólo queda hacer nuestra la súplica con la que Gregorio Taumaturgo terminaba su Elogio al maestro cristiano:
Ponnos en tus manos y encomiéndanos… métenos en las manos de Dios, que nos trajo hasta ti. Dale gracias por todo lo que nos ha acontecido. Pídele que nos lleve de la mano en el futuro; que siempre nos guarde; que haga entender a nuestra inteligencia sus mandatos; que nos inspire su divino temor, pues será nuestro mejor pedagogo…
Pídele que recibamos algún consuelo por esta separación tuya; que envíe un buen guía, el ángel compañero de viaje. Y suplícale que nos haga volver, conduciéndonos de nuevo a tu lado. Ese será únicamente nuestro consuelo[5].

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