Convertíos y creed en la Buena Nueva
Convertirse quiere decir buscar de nuevo el perdón y la fuerza de Dios en el Sacramento de la reconciliación y así volver a empezar siempre, avanzar cada día, dominarnos, realizar conquistas espirituales… (Juan Pablo II)
Cuentan de un matrimonio que, con motivo de su aniversario de bodas, fueron a Roma. Acudieron a una de las audiencias de Juan Pablo II y pudieron situarse al lado del pasillo, con lo que, con un poco de suerte, podrían saludar al Papa. Y efectivamente, así fue. Juan Pablo II llegó a su altura, los saludo como a los demás peregrinos que estaban en el Aula Pablo VI y, cuando el Papa iba a seguir su camino al estrado, la mujer dijo: “Santidad, dígale a mi marido que se confiese”. Juan Pablo II se detuvo, se volvió y, dirigiéndose al marido, dijo: “¡Qué bien se está cerca de Dios!”. En cuanto salieron de la audiencia, aquel hombre se confesó.
Últimamente se habla mucho de evangelización, algo lógico, entre otras cosas porque el Papa ha convocado un año de la fe, precisamente para impulsar la nueva evangelización. Ahora bien, esto no nos puede hacer olvidar que, en la predicación de Jesús, el anuncio del Evangelio y, en consecuencia, creer en él, exige un paso previo: la conversión. Y esto no es algo para los demás, sino en primer lugar para mí.
Cuando, al comienzo de la Misa, hacemos el acto penitencial no decimos: “Por su culpa…” o “Por vuestra culpa…”, sino Por mi culpa. Y lo digo mientras golpeo mi pecho, no el del vecino, porque la conversión es un proceso personal que dura toda la vida. Siempre tenemos que estar dispuestos a desandar los propios pasos. Decir “me he equivocado”, y comenzar de nuevo, aunque, antes, ya lo haya intentado mil veces. Cuando vivo así, creer no es algo más, pura rutina, sino un camino en el voy creciendo en mi amistad con Dios.
Ahora bien, ¿cómo recorrer el camino de la conversión? Los pasos son muy sencillos y las instrucciones muy claras:
1. Examen de conciencia. Reconocer que he pecado. Y esto lo hago confrontando mi vida con la ley de Dios; con el Evangelio y la persona de Cristo; y con la doctrina de la Iglesia. El examen de conciencia exige la sinceridad con uno mismo y con Dios. Es fundamental formar la conciencia, lo que me permite distinguir lo bueno y lo malo, la verdad y la mentira que, según la voluntad de Dios, hay en mi vida.
2. Dolor de los pecados. Es el paso más importante, porque indica que el pecado, el mal que he cometido, no es algo indiferente. Es un rechazo claro y decidido del pecado cometido, junto con el propósito de no volver a cometerlo[1]. El dolor de los pecados o la contrición me abre la puerta de la conversión. Este dolor hace que la confesión no sea algo meramente superficial, porque toca, o porque no queda más remedio. Es un dolor que debería estar movido por el amor y no sólo por el temor. Esto nos lleva de la contrición imperfecta, es decir, el miedo a las consecuencias del pecado, a la contrición perfecta, porque Dios me ama, no quiero ofenderlo.
3. Propósito de la enmienda. Al reconocer que he pecado, Dios puede sanar mis heridas y, con su gracia, comienzo de nuevo. Es decir, si realmente tengo dolor por el pecado cometido, no quiero volver a cometerlo. La confesión me perdona los pecados, pero si realmente quiero la conversión y, por tanto, que Dios actúe eficazmente en mi vida, tengo que cambiar para no volver a pecar. Se trata, en definitiva, de no acostumbrarse al pecado. No podemos pensar: como Dios siempre me perdona…
4. Decir los pecados al confesor. Después me encuentro con Cristo que es juez, que valora la gravedad de mis pecados, y médico que cura y pone remedio. El sacerdote, actúa en la persona de Cristo y es imagen de Dios Padre que acoge y perdona al hijo pródigo. Es el momento en el que, en respuesta al penitente, la Santísima Trinidad se hace presente para borrar su pecado y devolverle la inocencia, y la fuerza salvífica de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús es comunicada al mismo penitente como misericordia más fuerte que la culpa y la ofensa[2].
5. Cumplir la penitencia. Y, por último, me hago responsable de mis actos, porque estos tienen consecuencias. El pecado ha provocado un daño en el pecador. El ofendido es Dios y no podemos pensar que, con la penitencia, estamos comprando su perdón. La penitencia quiere reparar los efectos del pecado. Significa un compromiso de cambio de vida. Nos unimos a la pasión de Cristo que se entregó por los pecadores.
La conversión se expresa desde el principio con una fe total y radical, que no pone límites ni obstáculos al don de Dios. Al mismo tiempo, sin embargo, determina un proceso dinámico y permanente que dura toda la existencia… La conversión significa aceptar, con decisión personal, la soberanía de Cristo y hacerse discípulo suyo[3].

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