El consuelo de Dios



Consolad, consolad a mi pueblo... hablad al corazón de Jerusalén, gritadle, que se ha cumplido su servicio y está pagado su crimen (Isaías 40, 1-2)

II Domingo de Adviento. Ciclo B
Cormac McCarthy en su novela La carretera, narra la historia de un hombre y su hijo que, en una tierra devastada, caminan hacia el sur, en busca de un lugar donde se pueda vivir. No hay comida. Hace un frío glaciar. Todo alrededor es destrucción: muerte, guerra, devastación. El hombre se ha convertido, literalmente, en un lobo para el hombre, donde hay que sobrevivir al crimen y al canibalismo.
Según se desarrolla la novela, crece la angustia en el lector y uno se pregunta si será posible un final feliz. Noches más tenebrosas que las tinieblas y cada uno de los días más gris que el anterior. Como el primer síntoma de un glaucoma frío empañando el mundo. Así describe McCarthy ese mundo apocalíptico.
En esta situación, parece que no hay cabida para la esperanza. El hombre ha perdido lo poco que le queda de humanidad. La solidaridad es un lujo que un superviviente no se puede permitir. Sin embargo, la mirada inocente y sencilla del niño, lleva al protagonista a pensar que Dios no ha abandonado ese mundo; que no todo está perdido. Hay todavía un poco de confianza en que al final de la carretera encontraran algo distinto. Solo sabía que el niño era su garantía. Y dijo: si él no es la palabra de Dios, Dios no ha hablado nunca.
¿Quién no ha llegado, alguna vez, al límite de sus posibilidades? ¿Quién no ha pensado, en alguna ocasión, tirar la toalla? ¿Quién no se ha planteado rendirse ante una situación que, creía, le superaba? Hay un cansancio físico, pero hay también un cansancio moral y espiritual que puede llevar a la desesperanza. Siempre con las mismas batallas; otra vez los mismos fracasos; de nuevo los mismos pecados y miserias. En determinados momentos, uno se pregunta si merece la pena seguir luchando. Entonces, cuando caigo, ¿qué me mueve a levantarme y seguir andando? Sólo la esperanza en un amor que no defrauda es lo que me sostiene, porque la esperanza sólo es posible cuando hay un amor.
Mientras marchábamos a trompicones durante kilómetros, cuenta Viktor Frankl, resbalando en el hielo y apoyándonos continuamente el uno en el otro, no dijimos palabra, pero ambos lo sabíamos: cada uno pensaba en su mujer … Un pensamiento me petrificó: por primera vez en mi vida comprendí la verdad vertida en las canciones de tantos poetas y proclamada en la sabiduría definitiva de tantos pensadores. La verdad de que el amor es la meta última y más alta a que puede aspirar el hombre. Fue entonces cuando aprehendí el significado del mayor de los secretos que la poesía, el pensamiento y el credo humanos intentan comunicar: la salvación del hombre está en el amor y a través del amor[1].
En esos momentos, en los que parece que todo se hunde, es cuando uno necesita escuchar una palabra de aliento. Es cuando uno busca la certeza de un amor que devuelve la confianza; que renueva las fuerzas; que da la posibilidad de ponerse de nuevo en pie y seguir caminando. Esa palabra no es un grito, sino un susurro que llega a tu corazón herido y cansado: Consolad, consolad a mi pueblo... se ha cumplido su servicio y está pagado su crimen. Es una palabra de confianza que quiere recuperar la esperanza. No es una fórmula mágica que cambia la realidad de la noche a la mañana. Es buena noticia, es Evangelio. Es la luz que disipa las tinieblas y señala el camino.
Esa Palabra de Dios ha salido a mi encuentro, se ha hecho carne. Y se hace presente en las personas tocadas por Él, personas sencillas de las que nadie habla. Sin embargo, cuando nos encontramos con ellos, de ellas emana algo de bondad, sinceridad, alegría y sabemos que ahí está Dios y que Él nos toca también a nosotros. Por eso, en estos días queremos empeñarnos para volver a ver a Dios, para volver nosotros mismos a ser personas por las que entre en el mundo una luz de la esperanza, que es luz que viene de Dios y que nos ayuda a vivir[2].
Esa Palabra de Dios es la garantía de que mi vida tendrá un final feliz, que todo terminará bien, y que al final del túnel veré la luz. Esa Palabra me dice que donde está Dios hay futuro. Y sé que no es un futuro oscuro, sin sentido. Tengo la seguridad de que, aunque se hunda el mundo a mis pies, yo no voy a caer, porque sé quien me sostiene. Esto me da una confianza, que hace que todas las circunstancias, por muy adversas que sean, se estrellen contra la seguridad interior que me da Dios.
Señor, ¿hasta cuándo nos olvidarás, hasta cuándo dejarás de apartar tu rostro? ¿Cuándo volverás tu mirada hacia nosotros? ¿Cuándo nos escucharás? ¿Cuándo iluminarás nuestros ojos y nos mostrarás tu rostro? ¿Cuándo accederás a nuestros deseos?
Míranos, Señor, escúchanos, ilumínanos, muéstrate a nosotros. Colma nuestros deseos y seremos felices; sin ti todo es hastío y tristeza. Ten piedad de nuestros trabajos y de los esfuerzos que hacemos por llegar hasta ti, ya que sin ti nada podemos[3].


[1] Victor Frankl, El hombre en busca de sentido, (Barcelona, 1983) 45-46.
[2] Benedicto XVI, Intervención ante la TV alemana (17 septiembre 2011).
[3] San Anselmo, Proslogion, 1.

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