El asombro ante la belleza


¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba
                                               (San Agustín)
Trabajar en el centro de Madrid permite encontrarse con gente de lo más variado. Además de muchos turistas, es fácil ver actores y actrices grabando escenas para películas o series. El Madrid de los Austrias se presta a ello. Las calles antiguas y un cierto aire romántico crea unos decorados magníficos que se pueden plasmar en bellas imágenes. En esto es en lo que debían estar un fotógrafo y una modelo, que posaba para él en plena calle, cuando pasé a su lado. En ese momento, el fotógrafo dio la siguiente indicación: “Tienes que parecer una yonqui”.
Reconozco que la expresión me sorprendió. En un primer momento estuve tentado de volver y preguntar qué buscaba al fotografiar a la modelo. Si quería mostrar la belleza de una mujer con una determinada ropa, no entendía porqué la modelo tenía que parecer una “yonqui”.
Me pareció, en primer lugar, que ese fotógrafo había perdido la razón de ser de su profesión, mostrar la belleza. Después pensé que hacía un flaco favor a la moda. Me sorprendía cómo se podía identificar lo bello con una adicción o con una actitud trasgresora. Y me sorprendía cómo la mirada de una persona puede convertir una tragedia y un mal, eso es la drogadicción, en algo bello y bueno.
Estamos acostumbrados a juzgar la belleza de una persona por unos determinados cánones, por unas reglas que resultan útiles para vender algo, o venderse uno mismo. No nos paramos a pensar que eso son modas pasajeras. Pensamos en la belleza como algo exterior, sin considerar la verdad que esconde aquella expresión tan conocida: el rostro es el espejo del alma.
La belleza no es sólo una cualidad física, o no lo es fundamentalmente. Es una cualidad del alma que transparenta en el rostro de la persona su estado más íntimo. No es la calidad del maquillaje o de la ropa lo que hace bella a una persona, aunque esto puede ayudar. Es la calidad de su vida interior lo que la trasforma de dentro hacia fuera, porque tanto la virtud como el vicio tienen su manifestación exterior.
Juan Pablo II dijo que la belleza es la expresión visible del bien. Por eso la belleza puede crecer o puede disminuir, según crezca la bondad o la maldad en una persona. Y así nos podemos encontrar a una persona anciana, con el rostro arrugado, cansada, pero con una belleza que asombra. Y a la persona aparentemente más bella del mundo, pero que, con el tiempo, ha tenido que maquillar cada vez más su rostro para ocultar su vacío interior.
Y tiene mucho que ver la belleza con la mirada. Sólo percibe la belleza quien la contempla con mirada limpia. Por eso dos personas que se aman descubren el uno en el otro una belleza que parece eterna. Esa mirada hace que la persona amada sea única, la más bella del mundo, como le sucedía al Principito con su rosa:
El principito se fue a ver las rosas a las que dijo:
—Son muy bellas, pero están vacías y nadie daría la vida por ustedes. Cualquiera que las vea podrá creer indudablemente que mí rosa es igual que cualquiera de ustedes. Pero ella se sabe más importante que todas, porque yo la he regado, porque ha sido a ella a la que abrigué con el fanal, porque yo le maté los gusanos (salvo dos o tres que se hicieron mariposas ) y es a ella a la que yo he oído quejarse, alabarse y algunas veces hasta callarse. Porque es mi rosa, en fin.
Y volvió con el zorro.
—Adiós —le dijo.
—Adiós —dijo el zorro—. He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos[1].
La belleza es el camino que nos lleva a Dios. A través de la belleza descubrimos que somos criaturas y que lo bello es obra de sus manos, es reflejo de su gloria e impronta de su Ser.
La belleza es clave del misterio y llamada a lo trascendente. Es una invitación a gustar la vida y a soñar el futuro. Por eso la belleza de las cosas creadas no puede saciar del todo y suscita esa arcana nostalgia de Dios[2]


[1] Antoine de Saint-Exupery, El principito XXI
[2] Juan Pablo II, Carta a los artistas (4 de abril 1999).

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