Vendrá para juzgar a vivos y muertos
Cuanto más ames, más subirás
(San Agustín)
Una de mis películas favoritas es Cadena de favores. Basada en hechos reales, cuenta la historia de Trevor, un niño de 12 años, que vive con su madre alcohólica. Uno de sus profesores les propone que busquen una forma para mejorar la sociedad. Trevor plantea una iniciativa con la que pretende cambiar el mundo: hará tres favores a otras tantas personas y éstas, a su vez, se comprometen a hacer otros tres, y así hasta el infinito. Esta historia dio lugar a distintas iniciativas solidarias a lo largo de los Estados Unidos.
La película plantea dos temas que nos pueden ayudar a entender la fiesta de Cristo Rey. En primer lugar, que nuestros actos tienen consecuencias. Unas buenas y otras malas, pero siempre provocan un efecto. La segunda es que, nos guste o no, nos vamos a morir y esto es un hecho. Entonces, ¿por qué queremos que nos recuerden? Al final nos encontraremos con la verdad sobre nuestra vida. Y descubriremos qué hemos sembrado y qué hemos recogido.
Estos dos temas son los que nos propone el Evangelio de hoy. La parábola que nos narra Mateo tiene dos caras. La primera es la que nos invita a ver en el prójimo al mismo Cristo. Cuando hacemos el bien, damos de comer, de beber, vestimos al desnudo, etc., …, se lo hacemos al mismo Señor. Éste es el sentido claro.
Sin embargo, la parábola tiene otra cara. Cada vez son más los que se preguntan, ante las injusticias del mundo, porqué Dios no actúa. Es cierto que algunas personas pueden tener una incapacidad moral, consecuencia del pecado, para ver a Dios. Pero también es cierto que somos los creyentes los que mostramos, con nuestras obras, a Dios. El testimonio de la caridad es la mejor prueba de la existencia de un Dios que ama al hombre.
Cuando vivimos las obras de misericordia, cuando hacemos el bien, somos Cristo que se entrega. Mostramos al mundo que Dios no nos ha abandonado y que nos sigue amando. Se pone de manifiesto que la fe no es simplemente algo teórico, sino que conlleva la entrega de la propia vida. Se forma entonces una cadena de favores, una cadena de amor, que lleva a descubrir el rostro amable de Cristo.
Al hilo del Evangelio nos podríamos preguntar: ¿muestro el amor de Dios? ¿Dónde está mi amor al prójimo? Porque un pequeño gesto de cariño; una palabra amable; una sonrisa; un acto de compasión; o una palabra de perdón; hacen presente a Dios en medio de los hombres.
El segundo tema, unido al anterior, que nos plantea la parábola es el Juicio final. Es lo que confesamos en el Credo: vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos. Estas palabras son una llamada a la esperanza y a la responsabilidad.
Es esperanza porque el Juicio nos habla de justicia. Nos dice que el mal que hay en este mundo no es definitivo. Las injusticias cometidas serán reparadas.
La necesidad meramente individual de una satisfacción plena que se nos niega en esta vida, de la inmortalidad del amor que esperamos, es ciertamente un motivo importante para creer que el hombre esté hecho para la eternidad; pero sólo en relación con el reconocimiento de que la injusticia de la historia no puede ser la última palabra en absoluto, llega a ser plenamente convincente la necesidad del retorno de Cristo y de la vida nueva[1].
Al mismo tiempo, es una llamada a la responsabilidad. Ser responsable ante la vida, significa elegir. Aprender a distinguir lo esencial y lo que no lo es; lo que tiene sentido y no lo tiene. Elegir aquello que realmente vale la pena.
Todo esto me cuestiona: ¿qué busco en esta vida? ¿qué me mueve? ¿qué da sentido a mi vida? ¿qué es para mí lo fundamental? ¿Los títulos? ¿la riqueza? ¿el poder?... En ocasiones vivimos como si todo lo que somos, a los ojos de los hombres, y todo lo que poseemos, fuera eterno. Pero eso se acaba, tiene un final. Eso no permanece.
... el Juicio será el momento de la verdad, el acontecimiento en el que se harán patentes las consecuencias de nuestra libertad. Será el momento de la veracidad sobre nuestra vida, sobre los demás, sin podernos resistir a la verdad ante Dios... En el Juicio final no se trata tanto de ver lo que yo he hecho, sino de si he recibido los regalos que Dios me ha dado, si he querido acoger todos los dones que Dios me ha regalado y, segundo, si realmente he servido a Cristo, si he estado con él sirviéndole[2].

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