Somos dueños de nuestro destino


En las últimas semanas he visto dos películas, Destino oculto y Código fuente, que plantean una cuestión de fondo similar: ¿Esta nuestro futuro decidido? ¿Podemos cambiar nuestro destino? ¿Somos realmente libres? Hay quienes piensan que unos nacen con estrella y otros estrellados; que nuestro destino está ya escrito, bien en nuestros genes, bien en una especie de programa o en las estrellas. Estamos determinados. Nuestro futuro está decidido y no podemos hacer nada por cambiarlo.
La historia de Tim Guénard[1], viene a demostrar todo lo contrario: somos libres, podemos ser dueños de nuestros destino.
Tim Guénard es hijo de una madre adolescente, que lo abandona, cuando sólo tenía tres años, atado a un poste eléctrico de una carretera rural. La policía lo encuentra y lo llevan a su casa, con su padre, un hombre inestable y borracho. Después de vivir unos meses con una de sus tías, vuelve con su padre que ahora está con otra mujer, madre de cinco hijos. Comienza entonces una pesadilla. Recibe palizas; su madrastra lo echa de casa, a un patio exterior, donde sólo tiene la caseta del perro como refugio. Y el día que cumple cinco años, su padre le da una paliza brutal. Estará dos años y medio en el hospital.
Del hospital al orfanato. Como nadie lo adopta, con ocho años, lo llevan a una casa de acogida. Allí pasa tanta hambre que, un día que lo envían a limpiar la iglesia, abrió el sagrario y se comió todas las formas consagradas. Me doy un atracón de Jesucristo sin saberlo, y ese inocente sacrilegio anuncia sin duda otra hambre, la de ese Dios que es el único que puede curar las heridas de amor y colmar el corazón del hombre.
Durante este tiempo intentó suicidarse dos veces. Una, tirándose desde una pila de troncos; otra, ahorcándose en la letrina. ¡Ni siquiera la muerte quiere ocuparse de mí! Esa noche cumplo nueve años y estoy, literalmente, hasta arriba de mierda
Cuando la asistenta social lo saca de aquella casa, por sufrir malos tratos, va a un nuevo hogar de acogida, con un matrimonio mayor, donde recibe el apodo de Pio: “hijito”. En la granja, descubro la felicidad, hermana de la belleza. Todo en ella es verdadero y bueno, tanto en los animales como en los hombres. Sin embargo, un accidente fortuito provoca su salida de la casa. Tim Guénard acaba en un correccional. Su vida, a partir de este momento, es un descenso a los infiernos.
El día que cumple doce años se escapa del reformatorio. Llega a París. Aquí se dedica al robo. Se convierte en proxeneta y con catorce años se prostituye. La aventura parisina termina cuando es detenido por la policía y enviado al correccional, de donde se vuelve a escapar. Tiene quince años. Regresa a París donde, de nuevo, es detenido.
Esta vez su vida va a dar un giro. Una juez le da la oportunidad de comenzar de nuevo. Empieza a trabajar como aprendiz de escultor de gárgolas y vuelve al colegio. En sus ratos libres, se dedica al boxeo y forma una banda que organiza peleas en los pueblos cercanos a París.
En el colegio conoce a Jean-Marie, un joven que vive en la Comunidad del Arca, dedicada al cuidado de enfermos mentales. Tim Guénard tiene dieciocho años. Comienza un proceso de cambio, ayudado por el Padre Thomas Philippe, fundador de El Arca con Jean Vanier. Con él aprende lo que es el perdón, y me coloca en el corazón un gotero de amor que empieza a transformarme.
Y descubre lo que significa amar: Amar es creer que todas las personas heridas en su memoria, en su corazón o en su cuerpo, pueden transformar su herida en fuente de vida. Amar es depositar expectativas en el otro e inocularle el virus de la esperanza.
Cuando cumple veintitrés años se casa con Martine, una chica de familia adinerada que ha conocido en El Arca. Se trasladan a vivir a Lourdes y organizan una granja para ayudar a todas aquellos que lo necesiten. Ya no espera a que los demás le amen, ahora  ama como le gustaría que lo amasen a él.
La historia de Tim Guénard muestra que todos nacemos con un futuro abierto, con un camino por hacer, depende de nosotros mismos. Es cierto que las circunstancias pueden ayudar más o menos, pero no determinan, porque incluso las circunstancias más desfavorables, son ocasión de crecimiento.
La abeja, como todo animal, no puede cambiar nada en su comportamiento programado. El hombre sí. El hombre es libre de alterar por completo su destino para lo mejor o para lo peor.
Yo, hijo de alcohólico, niño abandonado, he hecho marrar el golpe a la fatalidad. He hecho mentir a la genética. Ese es mi orgullo.


[1] Tim Guenard, Más fuerte que el odio, Barcelona, 2010.

Comentarios

  1. Estimado Andrés, no puedo estar más de acuerdo contigo. Nadie puede hacernos felices más que nosotros mismos. Hemos de hacernos cargo de esa responsabilidad; tenemos que crecer psicológicamente si queremos responder a la vida como personas maduras y auténticas. No hay que olvidar que el ser humano está diseñado para la supervivencia, hay que ponerse manos a la obra con dedicación y denuedo. Alcanzar la felicidad y la paz interior no es un lujo para unos pocos elegidos, sino algo tan importante que merece la pena educar la mente para poder así recoger los frutos de un bienestar interno que nada ni nadie pueda arrebatarnos, y no nos ocurra como a Jorge Luis Borges, quien afirmó: «He cometido el peor pecado que uno puede cometer. No he sido feliz».

    No creo que haya fórmulas mágicas ni atajos para llegar, sino que la senda se va construyendo y fortaleciendo a medida que nos involucramos en ello de manera perseverante y consciente. Recordando las palabras que Ana Frank, con quince años, escribía en su diarios en 1944 mientras se escondía de los nazis:

    «Contamos con muchas razones para esperar gran felicidad, pero tenemos que ganárnosla. Y eso es algo que no puedes conseguir tomando la salida fácil».

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  2. Resiliencia y aceptación. Sobre esto ya escribiste maestro Marcelo. Lograr la felicidad significa aceptar y crecer también a través de las dificultades. No creo en la buena o mala suerte. Ésta también hay que trabajarla. De nuevo muchas gracias.

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