El deseo de Dios


Ésta es nuestra vida: ejercitarnos en el deseo
(San Agustín)

Mama siempre decía que la vida es como una caja de bombones, nunca sabes cuál te va a tocar. Esta frase de la película Forrest Gump, presenta la vida como una caja de sorpresas, en este caso de bombones. No sabes qué va a pasar o qué te va a suceder, o con quién te vas a encontrar. Hay que estar alerta, porque no sabes por dónde te pueden atacar.
Algo parecido podemos pensar a propósito del Evangelio de este domingo. El aviso urgente que el Señor da: ¡Velad!, puede parecer una llamada a la sospecha, no sea que “el enemigo” nos coja por sorpresa. Podemos pensar que es una amenaza, como si Dios estuviera escondido, espiando, dispuesto a pillarnos en un renuncio; o como si nos tendiera una trampa para cazarnos.
Sin embargo, no es así. La vigilancia evangélica es otra cosa. ¿Quién no ha pasado una noche en vela, esperando un acontecimiento especial? ¿Quién no ha sentido cierto nerviosismo ante algo que va a suceder? Y, ¿quién no se ha emocionado pensando que se va a encontrar con alguien, a quien no ve desde hace mucho tiempo?
Esa tensión hace que la espera se haga eterna; que los segundos parezcan minutos, y los minutos horas. No llega el momento y la espera hace que el deseo crezca. Ahora bien, qué distinta es la espera de un acontecimiento bueno y de uno malo. El primero, esperamos que llegue cuanto antes; del segundo, deseamos huir.
Hay una gran diferencia entre la “espera del temor” y la “espera del amor”. El que espera con miedo, es el que teme el castigo. El que espera con amor, no busca un premio, sólo desea estar con el que ama. Busca el encuentro con el amado y suspira por él. Esperanza y miedo son opuestos… Esperar es no solo creer en Dios, sino creer y estar ciertos de que nos ama y desea nuestro bien[1].
¿Qué sucede cuando dos personas se aman? Se buscan. Quieren estar juntas. Y cuando se separan, sufren. La distancia, aunque se alargue en el tiempo, no enfría el amor. Si el amor es verdadero, se aviva, crece con el recuerdo del amado; con el deseo de encontrarse de nuevo. Necesitan estar juntos, porque no pueden vivir el uno sin el otro.
La esperanza es el deseo de poseer a aquel que no tenemos en plenitud, a Cristo. Este anhelo se convierte en un grito de súplica: “¡Ven, Señor Jesús!”. En esto consiste el Adviento, en ensanchar el corazón mediante el deseo de Dios. Y, por eso, en el primer domingo de Adviento pedimos a Dios que avive en nosotros el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene[2].
Y, ¿cómo crece el deseo de Dios? Mediante la oración. La persona que espera es una persona de oración. El objeto de la esperanza es también el objeto de la oración[3]. La oración es la manifestación y la exteriorización de la esperanza. Mediante la oración crecemos en el deseo de Dios. La oración purifica nuestros deseos. Nos libera de todo aquello que no es de Dios y no lleva a Dios.
La oración hace que deseemos estar con Él; salir a su encuentro. Nos prepara para recibirlo. Con la oración el corazón, purificado, se engrandece y se hace capaz de recibir a Dios hecho carne por nosotros.
Imagínate que Dios quiere llenarte de miel; si estás lleno de vinagre, ¿dónde depositas la miel? Hay que derramar el contenido del vaso; hay que limpiar el vaso mismo; hay que limpiarlo, aunque sea con fatiga, a fuerza de frotar, para hacerlo apto para determinada realidad. Designémosla con un nombre erróneo; llamémosla oro, llamémosla vino… cualquier nombre que sea el que queramos darle, se llama Dios[4].


[1] Cardenal Newman, Sermón para el Domingo IV después de Epifanía.
[2] Oración colecta. I Domingo de Adviento.
[3] Cardenal Nguyen van Thuan, El camino de la esperanza, n. 963.
[4] San Agustín, Homilía sobre la Primera Carta de San Juan IV, 6.

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