A la luz de la Palabra: “La grandeza de la humildad”


Domingo XXXI TO, Ciclo A: “… el que se ensalce será humillado; y el que se humille, será ensalzado” (Lucas 23, 12).

No es la humildad una virtud que esté de moda. Todos, quien más, quien menos, tendemos a sobresalir, a demostrar las propias capacidades. Podríamos hacer una prueba, ¿a cuántas personas conocemos que no les guste hablar de sus méritos? Y cuando escuchamos a alguien hablar de sus miserias en público, parece que está esperando que digamos: “Si no es para tanto. Tu no eres así…”.
Identificamos la humildad con humillación, apocamiento. Pensamos en la persona humilde como alguien con baja autoestima, cobarde, triste… Sin embargo, nada tiene que ver la humildad con la timidez, el “mea culpismo” hipócrita, la autodestrucción personal, o la conciencia de inferioridad. Tampoco tiene que ver con una cierta actitud farisaica de aquel que hace las cosas, con apariencia desinteresada, para recibir un reconocimiento de los demás. 
La humildad, decía Santa Teresa de Jesús en las Moradas, es “andar en verdad”. La humildad exige conocerse a uno mismo, porque sólo cuando uno se conoce tal y como es, con sus propias capacidades y virtudes, pero también con los propios límites y defectos, es capaz de ser verdaderamente humilde.
La humildad tiene dos caras. Una se refiere a la relación del hombre con Dios. Ser humilde es reconocer la verdad sobre uno mismo, es decir, que soy criatura. En consecuencia, no puedo pretender ocupar el lugar de Dios. Esto exige dejar que Dios sea Dios. Por tanto, tengo que renunciar a mi pretensión de independencia respecto al Creador y presentarme ante Él tal y como soy, sin máscaras.
La otra cara se refiere a la relación de los hombres entre sí. La humildad significa “considerar a los demás como superiores a uno mismo” (Filipenses 2, 3). Esto consiste en subordinar lo que hay de humano en uno a lo que hay de Dios en el prójimo. Es decir, reconocer que el otro es hijo de Dios, pero teniendo la certeza de que yo también lo soy, y que lo que hay de Dios en mí, no está subordinado al otro. Entender esto bien y vivirlo es importante, porque yo puedo ser humilde ante otro, pero no me dejo humillar por el otro.
El humilde es una persona alegre y magnánima. Alegre porque no busca aparentar; sabe cómo es, pobre y débil, pero con la seguridad de que es hijo de Dios. Está seguro “de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 8, 38-39).
Y la persona humilde es magnánima, es decir, tiende a lo sublime, busca la perfección. No se queda en metas pequeñas. No es apocado. Aspira a lo máximo, a la santidad. Confía, no en sus propias fuerzas, si no en Dios. Quizás por eso dijo Santa Teresa que “se crece en santidad en la medida en que se crece en humildad” (Camino de perfección XII, 6).
El humilde atrae. El soberbio y el orgulloso provocan rechazo. Por eso atrae la santidad. Y, por esto, encontramos que la humildad se manifiesta en santos tan distintos como la Madre Teresa o Juan Pablo II.
Muy bien lo explicó el cardenal Newman en uno de sus sermones, cuando escribió:
“Generalmente quienes gozan de popularidad aparecen como grandes figuras a distancia, pero pierden volumen cuando los tenemos cerca; en cambio, el atractivo de la santidad humilde tiene un carácter de irresistible urgencia; convence a los débiles, a los tímidos, a los vacilantes y a los que buscan; hace aflorar el afecto y la lealtad de todos los que en alguna medida tienen un espíritu parecido; y sobre la multitud irreflexiva o indócil ejerce un dominio soberano, fundado en su derecho divino a regirlos que les mueve a temer y guardar silencio” (Sermones Universitarios, p. 149.) 

Comentarios

  1. Querido Andrés: y relacionado a tu post anterior sobre la responsabilidad personal, pienso que prima hermana de la humildad son la perseverancia y la paciencia compañeras inseparables de la disciplina y el trabajo cotidiano bien terminado, indispensable para los tiempos que corren...

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  2. No dejas cabo suelto.... Me gustan mucho estas consideraciones "sin importancia". Te animo a que sigas compartiendolo a traves del blog aunque te lleve algo de tiempo. Gracias por echar el "resto" para ayudarnos a través de estos post.

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  3. Querido Marcelo, la experiencia es un grado. Tenemos prisa para todo. Queremos resultados ¡ya! Queremos avanzar con rapidez, sin darnos cuenta que las grandes cosas sólo se consiguen gracias a las pequeñas. Y alcanzamos lo sublime gracias a tareas precisas y modestas, reconociendo al mismo tiempo los fallos, límites y lagunas...

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